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An Electronic Edition · Álvar Núñez Cabeza de Vaca (1490-1556)

Original Source: Naufragios y Comentarios. Madrid: Calpe, 1922.

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Full Colophon Information


NAUFRAGIOS DE ALVAR NÚñEZ CABEZA DE VACA

CAPÍTULO PRIMERO

En que cuenta cuándo partió el armada, y los
oficiales y gente que en ella iba

A 17 días del mes de junio de 1527 partió del puerto de
San Lúcar de Barrameda el gobernador Pánfilo de Narváez, con poder y mandado de
Vuestra Majestad para conquistar y gobernar las provincias que están desde el
río de las Palmas hasta el cabo de la Florida, las cuales son en Tierra Firme;
y la armada que llevaba eran cinco navíos, en los cuales, poco más o menos,
irían seiscientos hombres. Los oficiales que llevaba (porque de ellos se ha de
hacer mención) eran éstos que aquí se nombran: Cabeza de Vaca, por tesorero y
por alguacil mayor; Alonso Enríquez, contador; Alonso de Solís, por factor de
Vuestra Majestad y por veedor; iba un fraile de la Orden de San Francisco por
comisario, que se llamaba fray Juan Suárez, con otros cuatro frailes de la
misma Orden. Llegamos a la isla de Santo Domingo, donde estuvimos casi cuarenta
y cinco días, proveyéndonos de algunas cosas necesarias, señaladamente de
caballos. Aquí nos faltaron de nuestra armada más de ciento y cuarenta hombres,
que se quisieron quedar allí, por los partidos y promesas que los de la tierra
les hicieron. De allí partimos y llegamos a Santiago (que es puerto en la isla
de Cuba), donde en algunos días que estuvimos, el gobernador se rehízo de
gente, de armas y de caballos. Sucedió allí que un gentilhombre que se llamaba
Vasco Porcalle, vecino de la villa de la Trinidad, que es en la misma isla,
ofreció de dar al gobernador ciertos bastimentos que tenía en la Trinidad,
que es cien leguas del dicho puerto de Santiago. El gobernador, con toda la
armada, partió para allá; mas llegados a un puerto que se dice Cabo de Santa
Cruz, que es mitad del camino, parecióle que era bien esperar allí y enviar un
navío que trajese aquellos bastimentos; y para esto mandó a un capitán Pantoja
que fuese allá con su navío, y que yo, para más seguridad, fuese con él, y él
quedó con cuatro navíos, porque en la isla de Santo Domingo había comprado un
otro navío. Llegados con estos dos navíos al puerto de la Trinidad, el capitán
Pantoja fue con Vasco Porcalle a la villa, que es una legua de allí, para
recibir los bastimentos; yo quedé en la mar con los pilotos, los cuales nos
dijeron que con la mayor presteza que pudiésemos nos despachá semos de allí,
porque aquel era muy mal puerto y se solían perder muchos navíos en él; y
porque lo que allí nos sucedió fue cosa muy señalada, me pareció que no sería
fuera del propósito y fin con que yo quise escribir este camino, contarla aquí.
Otro día de mañana comenzó el tiempo a no dar buena señal, porque comenzó a
llover, y el mar iba arreciando tanto, que aunque yo di licencia a la gente que
saliese a tierra, como ellos vieron el tiempo que hacía y que la villa estaba
de allí una legua, por no estar al agua y frío que hacía, muchos se volvieron
al navío. En esto vino una canoa de la villa, rogándome que me fuese allá y que
me darían los bastimentos que hubiese y necesarios fuesen; de lo cual yo me
excusé diciendo que no podía dejar los navíos. A mediodía volvió la canoa con
otra carta, en que con mucha importunidad pedían lo mismo, y traían un
caballo en que fuese; yo di la misma respuesta que primero había dado,
diciendo que no dejaría los navíos; mas los pilotos y la gente me rogaron mucho
que fuese, porque diese prisa que los bastimentos se trajesen lo más presto que
pudiese ser, porque nos partiésemos luego de allí, donde ellos estaban con gran
temor que los navíos se habían de perder si allí estuviesen mucho. Por esta
razón yo determiné de ir a la villa, aunque primero que fuese dejé proveído y
mandado a los pilotos que si el Sur, con que allí suelen perderse muchas veces
los navíos, ventase y se viesen en mucho peligro, diesen con los navíos al
través y en parte que se salvase la gente y los caballos. Y con esto yo salí,
aunque quise sacar algunos conmigo, por ir en mi compañía, los cuales no
quisieron salir, diciendo que hacía mucha agua y frío y la villa estaba muy
lejos; que otro día, que era domingo, saldrían con la ayuda de Dios, a oír
misa. A una hora después de yo salido la mar comenzó a venir muy brava, y el
norte fue tan recio que ni los bateles osaron salir a tierra, ni pudieron dar
en ninguna manera con los navíos al través por ser el viento por la proa; de
suerte que con muy gran trabajo, con dos tiempos contrarios y mucha agua que
hacía, estuvieron aquel día y el domingo hasta la noche. A esta hora el agua y
la tempestad comenzó a crecer tanto, que no menos tormenta había en el pueblo
que en el mar, porque todas las casas e iglesias se cayeron, y era necesario
que anduviésemos siete u ocho hombres abrazados unos con otros para podernos
amparar que el viento no nos llevase; y andando entre los árboles, no menos
temor teníamos de ellos que de las casas, porque como ellos también caían, no
nos matasen debajo. En esta tempestad y peligro anduvimos toda la noche, sin
hallar parte ni lugar donde media hora pudiésemos estar seguros. 1.

Andando en esto, oímos toda la noche, especialmente desde
el medio de ella, mucho estruendo grande y ruido de voces, y gran sonido de
cascabeles y de flautas y tamborinos y otros instrumentos, que duraron hasta la
mañana, que la tormenta cesó. En estas partes nunca otra cosa tan medrosa se
vio; yo hice una probanza de ello, cuyo testimonio envié a Vuestra Majestad. El
lunes por la mañana bajamos al puerto y no hallamos los navíos; vimos las boyas
de ellos en el agua, adonde conocimos ser perdidos, y anduvimos por la costa
por ver si hallaríamos alguna cosa de ellos; y como ninguno hallásemos,
metímonos por los montes, y andando por ellos un cuarto de legua de agua
hallamos la barquilla de un navío puesta sobre unos árboles, y diez leguas de
allí por la costa, se hallaron dos personas de mi navío y ciertas tapas de
cajas, y las personas tan desfiguradas de los golpes de las peñas, que no se
podían conocer; halláronse también una capa y una colcha hecha pedazos, y
ninguna otra cosa pareció. Perdiéronse en los navíos sesenta personas y veinte
caballos. Los que habían salido a tierra el día que los navíos allí llegaron,
que serían hasta treinta, quedaron de los que en ambos navíos había. Así
estuvimos algunos días con mucho trabajo y necesidad, porque la provisión y
mantenimientos que el pueblo tenía se perdieron y algunos ganados; la tierra
quedó tal, que era gran lástima verla: caídos los árboles, quemados los montes,
todos sin hojas ni yerba. Así pasamos hasta cinco días del mes de noviembre,
que llegó el gobernador con sus cuatro navíos, que también habían pasado gran
tormenta y también habían escapado por haberse metido con tiempo en parte
segura. La gente que en ellos traía, y la que allí halló, estaban tan
atemorizados de lo pasado, que temían mucho tornarse a embarcar en invierno, y
rogaron al gobernador que lo pasase allí, y él, vista su voluntad y la de los
vecinos, intervino allí. Dióme a mí cargo de los navíos y de la gente para que
me fuese con ellos a invernar al puerto de Xagua, que es doce leguas de allí,
donde estuve hasta 20 días del mes de hebrero. 2.

CAPÍTULO II

Cómo el gobernador vino al puerto de Xagua y
trujo consigo a un piloto

En este tiempo llegó allí el gobernador con un bergantín
que en la Trinidad compró, y traía consigo un piloto que se llamaba Miruelo;
habíalo tomado porque decía que sabía y había estado en el río de las Palmas, y
era muy buen piloto de toda la costa norte. Dejaba también comprado otro navío
en la costa de La Habana, en el cual quedaba por capitán Alvaro de la Cerda,
con cuarenta hombres y doce de a caballo; y dos días después que llegó el
gobernador se embarcó, y la gente que llevaba eran cuatrocientos hombres y
ochenta caballos en cuatro navíos y un bergantín. El piloto que de nuevo
habíamos tomado metió los navíos por los bajíos que dicen de Canarreo, de
manera que otro día dimos en seco, y así estuvimos quince días, tocando muchas
veces las quillas de los navíos en seco, al cabo de los cuales, una tormenta
del sur metió tanta agua en los bajíos, que pudimos salir, aunque no sin mucho
peligro. Partidos de aquí y llegados a Guaniguanico, nos tomó otra tormenta,
que estuvimos a tiempo de perdernos. 3.

A cabo de Corrientes tuvimos otra, donde estuvimos tres
días; pasados éstos, doblamos el cabo de San Antón, y anduvimos con tiempo
contrario hasta llegar a doce leguas de La Habana; y estando otro día para
entrar en ella, nos tomó un tiempo de sur que nos apartó de la tierra, y
atravesamos por la costa de la Florida y llegamos a la tierra martes 12 días
del mes de abril, y fuimos costeando la vía de la Florida; y Jueves Santo
surgimos en la misma costa, en la boca de una bahía, al cabo de la cual vimos
ciertas casas y habitaciones de indios. 4.

CAPÍTULO III

Cómo llegamos a la Florida

En este mismo día salió el contador Alonso Enríquez y se
puso en una isla que está en la misma bahía y llamó a los indios, los cuales
vinieron y estuvieron con él buen pedazo de tiempo, y por vía de rescate le
dieron pescado y algunos pedazos de carne de venado. Otro día siguiente, que
era Viernes Santo, el gobernador se desembarcó con la más gente que en los
bateles que traía pudo sacar, y como llegamos a los buhíos o casas que habíamos
visto de los indios, hallárnoslas desamparadas y solas, porque la gente se
había ido aquella noche en sus canoas. El uno de aquellos buhíos era muy
grande, que cabrían en él más de trescientas personas; los otros eran más
pequeños, y hallamos allí una sonaja de oro entre las redes. Otro día el
gobernador levantó pendones por Vuestra Majestad y tomó la posesión de la
tierra en su real nombre, presentó sus provisiones y fue obedecido por
gobernador, como Vuestra Majestad lo mandaba. Asimismo presentamos nosotros las
nuestras ante él, y él las obedeció como en ellas se contenía. Luego mandó que
toda la otra gente desembarcase y los caballos que habían quedado, que no eran
más de cuarenta y dos, porque los demás, con las grandes tormentas y mucho
tiempo que habían andado por la mar, eran muertos; y estos pocos que quedaron
estaban tan flacos y fatigados, que por el presente poco provecho pudimos tener
de ellos. Otro día los indios de aquel pueblo vinieron a nosotros, y aunque nos
hablaron, como nosotros no teníamos lengua, no los entendíamos; mas hacíannos
muchas señas y amenazas, y nos pareció que nos decían que nos fuésemos de la
tierra, y con esto nos dejaron, sin que nos hiciesen ningún impedimento, y
ellos se fueron. 5.

CAPÍTULO IV

Cómo entramos por la tierra

Otro día adelante el gobernador acordó de entrar por la
tierra, por descubrirla y ver lo que en ella había. Fuímonos con él el
comisario y el veedor y yo, con cuarenta hombres, y entre ellos seis de
caballo, de los cuales poco nos podíamos aprovechar. Llevamos la vía del norte
hasta que a hora de vísperas llegamos a una bahía muy grande, que nos pareció
que entraba mucho por la tierra; quedamos allí aquella noche, y otro día nos
volvimos donde los navíos y gente estaban. El gobernador mandó que el bergantín
fuese costeando la vía de la Florida, y buscase el puerto que Miruelo el piloto
había dicho que sabía; mas ya él lo había errado, y no sabía en qué parte
estábamos, ni adónde era el puerto; y fuele mandado al bergantín que si no lo
hallase, travesase a La Habana, y buscase el navío que Álvaro de la Cerda
tenía, y tomados algunos bastimentos, nos viniesen a buscar. Partido el
bergantín, tornamos a entrar en la tierra los mismos que primero, con alguna
gente más, y costeamos la bahía que habíamos hallado; y andadas cuatro leguas,
tomamos cuatro indios, y mostrámosles maíz para ver si le conocían, porque
hasta entonces no habíamos visto señal de él. Ellos nos dijeron que nos
llevarían donde lo había; y así, nos llevaron a su pueblo, que es al cabo de la
bahía, cerca de allí, y en él nos mostraron un poco de maíz, que aún no estaba
para cogerse. Allí hallamos muchas cajas de mercaderes de Castilla, y en cada
una de ellas estaba un cuerpo de hombre muerto, y los cuerpos cubiertos con
unos cueros de venado pintados. Al comisario le pareció que esto era especie de
idolatría, y quemó la caja con los cuerpos. Hallamos también pedazos de lienzo
y de paño, penachos que parecían de la Nueva España; hallamos también muestras
de oro. Por señas preguntamos a los indios de adónde habían habido aquellas
cosas; señaláronnos que muy lejos de allí había una provincia que se decía
Apalache, en la cual había mucho oro, y hacían seña de haber muy gran cantidad
de todo lo que nosotros estimamos en algo. Decían que en Apalache había mucho,
y tomando aquellos indios por guía, partimos de allí; y andadas diez o doce
leguas, hallamos otro pueblo de quince casas, donde había buen pedazo de maíz
sembrado, que ya estaba para cogerse, y también hallamos alguno que estaba ya
seco; y después de dos días que allí estuvimos, nos volvimos donde el contador
y la gente y navíos estaban, y contamos al contador y pilotos lo que habíamos
visto, y las nuevas que los indios nos habían dado. Y otro día que fue primero
de mayo, el gobernador llamó aparte al comisario y al contador y al veedor y a
mí, y a un marinero que se llamaba Bartolomé Fernández, y a un escribano que se
decía Jerónimo de Alaniz, y así juntos, nos dijo que tenía voluntad de entrar
por la tierra adentro y los navíos se fuesen costeando hasta que llegasen al
puerto, y que los pilotos decían y creían que yendo la vía de las Palmas
estaban muy cerca de allí; y sobre esto nos rogó le diésemos nuestro parecer.
Yo respondía que me parecía que por ninguna manera debía dejar los navíos sin
que primero quedasen en puerto seguro y poblado, y que mirase que los pilotos
no andaban ciertos, ni se afirmaban en una misma cosa, ni sabían a qué parte
estaban; y que allende de esto, los caballos no estaban para que en ninguna
necesidad que se ofreciese nos pudiésemos aprovechar de ellos; y que sobre todo
esto, íbamos mudos y sin lengua, por donde mal nos podíamos entender con los
indios, ni saber lo que de la tierra queríamos, y que entrábamos por tierra de
que ninguna relación teníamos, ni sabíamos de qué suerte era, ni lo que en ella
había, ni de qué gente estaba poblada, ni a qué parte de ella estábamos; y que
sobre todo esto, no teníamos bastimentos para entrar adonde no sabíamos;
porque, visto lo que los navíos había, no se podía dar a cada hombre de ración
para entrar por la tierra más de una libra de bizcocho y otra de tocino, y que
mi parecer era que se debía embarcar e ir a buscar puerto y tierra que fuese
mejor para poblar, pues la que habíamos visto, en sí era tan despoblada y tan
pobre, cuanto nunca en aquellas partes se había hallado. Al comisario le
pareció todo lo contrario, diciendo que no se había de embarcar, sino que yendo
siempre hacia la costa, fuesen en busca del puerto, pues los pilotos decían que
no estaría sino diez o quince leguas de allí la vía de Pánuco, y que no era
posible, yendo siempre a la costa, que no topásemos con él, porque decían que
entraba doce leguas adentro por la tierra, y que los primeros que lo hallasen,
esperasen allí a los otros, y que embarcarse era tentar a Dios, pues desque
partimos de Castilla tantos trabajos habíamos pasado, tantas tormentas, tantas
pérdidas de navíos y de gente habíamos tenido hasta llegar allí; y que por
estas razones él se debía de ir por luengo de costa hasta llegar al puerto, y
que los otros navíos, con la otra gente, se irían a la misma vía hasta llegar
al mismo puerto. A todos los que allí estaban pareció bien que esto se hiciese
así, salvo al escribano, que dijo que primero que desamparase los navíos, los
debía de dejar en puerto conocido y seguro, y en parte que fuese poblada; que
esto hecho, podría entrar por la tierra adentro y hacer lo que le pareciese. El
gobernador siguió su parecer y lo que los otros le aconsejaban. Yo, vista su
determinación, requeríle de parte de Vuestra Majestad que no dejase los navíos
sin que quedasen en puerto y seguros, y así lo pedí por testimonio al escribano
que allí teníamos. Él respondió que, pues él se conformaba con el parecer de
los más de los otros oficiales y comisario, que yo no era parte para hacerle
estos requerimientos, y pidió al escribano le diese por testimonio cómo por no
haber en aquella tierra mantenimientos para poder poblar, ni puerto para los
navíos, levantaba el pueblo que allí había asentado, e iba con él en busca del
puerto y de tierra que fuese mejor; y luego mandó apercibir la gente que había
de ir con él, que se proveyesen de lo que era menester para la jornada. Y
después de esto proveído, en presencia de los que allí estaban, me dijo que,
pues yo tanto estorbaba y temía la entrada por tierra, que me quedase y tomase
cargo de los navíos y de la gente que en ellos quedaba, y poblase si yo llegase
primero que él. Yo me excusé de esto, y después de salidos de allí aquella
misma tarde, diciendo que no le parecía que de nadie se podía fiar aquello, me
envió a decir que me rogaba que tomase cargo de ello. Y viendo que
importunándome tanto, yo todavía me excusaba, me preguntó qué era la causa por
que huía de aceptarlo; a lo cual respondí que yo huía de encargarme de aquello
porque tenía por cierto y sabía que él no había de ver más los navíos, ni los
navíos a él, y que esto entendía viendo que tan sin aparejo se entraban por la
tierra adentro. Y que yo quería más aventurarme al peligro que él y los otros
se aventuraban, y pasar por lo que él y ellos pasasen, que no encargarme de los
navíos, y dar ocasión a que se dijese que, como había contradicho la entrada,
me quedaba por temor, y mi honra anduviese en disputa; y que yo quería más
aventurar la vida que poner mi honra en esta condición. Él, viendo que conmigo
no aprovechaba, rogó a otros muchos que me hablasen en ello y me lo rogasen, a
los cuales respondí lo mismo que a él; y así, proveyó por su teniente, para que
quedase en los navíos, a un alcalde que traía que se llamaba Caravallo. 6.

CAPÍTULO V

Cómo dejó los navíos el gobernador

Sábado 1 de mayo, el mismo día que esto había pasado,
mandó dar a cada uno de los que habían de ir con él dos libras de bizcocho y
media libra de tocino, y así nos partimos para entrar en la tierra. La suma de
toda la gente que llevábamos era trescientos hombres; en ellos iba el comisario
fray Juan Suárez, y otro fraile que se decía fray Juan de Palos, y tres
clérigos y los oficiales. La gente de caballo que con estos íbamos, éramos
cuarenta de caballo; y así anduvimos con aquel bastimento que llevábamos,
quince días, sin hallar otra cosa que comer, salvo palmitos de la manera de los
de Andalucía. En todo este tiempo no hallamos indio ninguno, ni vimos casa ni
poblado, y al cabo llegamos a un río que lo pasamos con muy gran trabajo a nado
y en balsas; detuvímonos un día en pasarlo, que traía muy gran corriente.
Pasados a la otra parte, salieron a nosotros hasta doscientos indios, poco más
o menos; el gobernador salió a ellos, y después de haberlos hablado por señas,
ellos nos señalaron de suerte que nos hubimos de revolver con ellos, y
prendimos cinco o seis; y éstos nos llevaron a sus casas, que estaban hasta
media legua de allí, en las cuales hallamos gran cantidad de maíz que estaba ya
para cogerse, y dimos infinitas gracias a nuestro Señor por habernos socorrido
en tan grande necesidad, porque ciertamente, como éramos nuevos en los
trabajos, allende del cansancio que traíamos, veníamos muy fatigados de hambre
y a tercero día que allí llegamos, nos juntamos el contador y veedor y
comisario y yo, y rogamos al gobernador que enviase a buscar la mar, por ver si
hallaríamos puerto, porque los indios decían que la mar no estaba muy lejos de
allí. Él nos respondió que no curásemos de hablar en aquello, porque estaba muy
lejos de allí; y como yo era el que más le importunaba, díjome que me fuese yo
a descubrirla y que buscase puerto, y que había de ir a pie con cuarenta
hombres; y así, otro día yo me partí con el capitán Alonso del Castillo y con
cuarenta hombres de su compañía, y así anduvimos hasta hora del mediodía, que
llegamos a unos placeles de la mar que parecía que entraban mucho por tierra;
anduvimos por ellos hasta legua y media con el agua hasta la mitad de la
pierna, pisando por encima de ostiones, de los cuales recibimos muchas
cuchilladas en los pies, y nos fueron a causa de mucho trabajo, hasta que
llegamos en el río que primero habíamos atravesado, que entraba por aquel mismo
ancón, y como no lo pudimos pasar, por el mal aparejo que para ello teníamos,
volvimos al real, y contamos al gobernador lo que habíamos hallado, y cómo era
menester otra vez pasar el río por el mismo lugar que primero habíamos pasado,
para que aquél ancón se descubriese bien, y viésemos si por allí había puerto;
y otro día mandó a un capitán que se llamaba Valenzuela, que con setenta
hombres y seis de caballo pasase el río y fuese por él abajo hasta llegar a la
mar, y buscar si había puerto; el cual, después de dos días que allá estuvo,
volvió y dijo que él había descubierto el ancón, y que todo era bahía baja
hasta la rodilla, y que no se hallaba puerto; y que había visto cinco o seis
canoas de indios que pasaban de una parte a otra y que llevaban puestos muchos
penachos. Sabido esto, otro día partimos de allí, yendo siempre en demanda de
aquella provincia que los indios nos habían dicho Apalache, llevando por guía
los que de ellos habíamos tomado, y así anduvimos hasta 17 de junio, que no
hallamos indios que nos osasen esperar. Y allí salió a nosotros un señor que le
traía un indio a cuestas, cubierto de un cuero de venado pintado: traía consigo
mucha gente, y delante de él venían tañendo unas flautas de caña; y así llegó
donde estaba el gobernador, y estuvo una hora con él, y por señas le dimos a
entender que íbamos a Apalache, y por las señas que él hizo, nos pareció que
era enemigo de los de Apalache, y que nos iría a ayudar contra él. Nosotros le
dimos cuentas y cascabeles y otros rescates, y él dio al gobernador el cuero
que traía cubierto; y así se volvió, y nosotros le fuimos siguiendo por la vía
que él iba. Aquella noche llegamos a un río, el cual era muy hondo y muy ancho,
y la corriente muy recia, y por no atrevernos a pasar con balsas, hicimos una
canoa para ello, y estuvimos en pasarlo un día; y si los indios nos quisieran
ofender, bien nos pudieran estorbar el paso, y aun con ayudarnos ellos, tuvimos
mucho trabajo. Uno de a caballo, que se decía Juan Velázquez, natural de
Cuéllar, por no esperar entró en el río, y la corriente, como era recia, lo
derribó del caballo, y se asió a las riendas, y ahogó a sí y al caballo; y
aquellos indios de aquel señor, que se llamaba Dulchanchelín, hallaron el
caballo, y nos dijeron dónde hallaríamos a él por el río abajo; y así fueron
por él, y su muerte nos dio mucha pena, porque hasta entonces ninguno nos había
faltado. El caballo dio de cenar a muchos aquella noche. 7.

Pasados de allí, otro día llegamos al pueblo de aquel
señor, y allí nos envió maíz. Aquella noche, donde iban a tomar agua nos
flecharon un cristiano, y quiso Dios que no lo hirieron. Otro día nos partimos
de allí sin que indio ninguno de los naturales pareciese, porque todos habían
huido; más yendo nuestro camino, parecieron indios, los cuales venían de
guerra, y aunque nosotros los llamamos, no quisieron volver ni esperar; mas
antes se retiraron, siguiéndonos por el mismo camino que llevábamos. El
gobernador dejó una celada de algunos de a caballo en el camino, que como
pasaron, salieron a ellos, y tomaron tres o cuatro indios, y éstos llevamos por
guías de allí adelante; los cuales nos llevaron por tierra muy trabajosa de
andar y maravillosa de ver, porque en ella hay muy grandes montes y los árboles
a maravilla altos, y son tantos los que están caídos en el suelo, que nos
embarazaban el camino, de suerte que no podíamos pasar sin rodear mucho y con
muy gran trabajo; de los que no estaban caídos, muchos estaban hendidos desde
arriba hasta abajo, de rayos que en aquella tierra caen, donde siempre hay muy
grandes tormentas y tempestades. Con este trabajo caminamos hasta un día
después de San Juan, que llegamos a vista de Apalache sin que los indios de la
tierra nos sintiesen. Dimos muchas gracias a Dios por vernos tan cerca de Él,
creyendo que era verdad lo que de aquella tierra nos habían dicho, que allí se
acabarían los grandes trabajos que habíamos pasado, así por el malo y largo
camino para andar, como por la mucha hambre que habíamos padecido; porque
aunque algunas veces hallábamos maíz, las más andábamos siete y ocho leguas sin
toparlo; y muchos había entre nosotros que, allende del mucho cansancio y
hambre, llevaban hechas llagas en las espaldas, de llevar las armas a cuestas,
sin otras cosas que se ofrecían. Mas con vernos llegados donde deseábamos, y
donde tanto mantenimiento y oro nos habían dicho que había, pareciónos que se
nos había quitado gran parte del trabajo y cansancio. 8.

CAPÍTULO VI

Cómo llegamos a Apalache

Llegados que fuimos a vista de Apalache, el gobernador
mandó que yo tomase nueve de a caballo y cincuenta peones, y entrase en el
pueblo, y así lo acometimos el veedor y yo; y entrados, no hallamos sino
mujeres y muchachos, que los hombres a la sazón no estaban en el pueblo; mas de
ahí a poco, andando nosotros por él, acudieron, y comenzaron a pelear,
flechándonos, y mataron el caballo del veedor; mas al fin huyeron y nos
dejaron. Allí hallamos mucha cantidad de maíz que estaba ya para cogerse, y
mucho seco que tenían encerrado. Hallámosles muchos cueros de venados, y entre
ellos algunas mantas de hilo pequeñas, y no buenas, con que las mujeres cubren
algo de sus personas. Tenían muchos vasos para moler maíz. En el pueblo había
cuarenta casas pequeñas y edificadas, bajas y en lugares abrigados, por temor
de las grandes tempestades que continuamente en aquella tierra suele haber. El
edificio es de paja, y están cercados de muy espeso monte y grandes arboledas y
muchos piélagos de agua, donde hay tantos y tan grandes árboles caídos, que
embarazan, y son causa que no se puede por allí andar sin mucho trabajo y
peligro. 9.

CAPÍTULO VII

De la manera que es la tierra

La tierra, por la mayor parte, desde donde desembarcamos
hasta este pueblo y tierra de Apalache, es llana; el suelo, de arena y tierra
firme; por toda ella hay muy grandes árboles y montes claros, donde hay nogales
y laureles, y otros que se llaman liquidámbares, cedros, sabinas y encinas y
pinos y robles, palmitos bajos, de la manera de los de Castilla. Por toda ella
hay muchas lagunas grandes y pequeñas, algunas muy trabajosas de pasar, parte
por la mucha hondura, parte por tantos árboles como por ellas están caídos. El
suelo de ellas es de arena, y las que en la comarca de Apalache hallamos son
muy mayores que las de hasta allí. Hay en esta provincia muchos maizales, y las
casas están tan esparcidas por el campo, de la manera que están las de los
Gelves. Los animales que en ellas vimos son: venados de tres maneras, conejos y
liebres, osos y leones, y otras salvajinas, entre los cuales vimos un animal
que trae los hijos en una bolsa que en la barriga tiene; y todo el tiempo que
son pequeños los trae allí, hasta que saben buscar de comer; y si acaso están
fuera buscando de comer, y acude gente, la madre no huye hasta que los ha
recogido en su bolsa. Por allí la tierra en muy fría; tiene muy buenos pastos
para ganados; hay aves de muchas maneras, ánsares en gran cantidad, patos,
ánades, patos reales, dorales y garzotas y garzas, perdices; vimos muchos
halcones, neblíes, gavilanes, esmerejones y otras muchas aves. Dos horas
después que llegamos a Apalache, los indios que allí habían huido vinieron a
nosotros de paz, pidiéndonos a sus mujeres e hijos, y nosotros se los dimos,
salvo que el gobernador detuvo un cacique de ellos consigo, que fue causa por
donde ellos fueron escandalizados; y luego otro día volvieron en pie de guerra,
y con tanto denuedo y presteza nos acometieron, que llegaron a nos poner fuego
a las casas en que estábamos; mas como salimos, huyeron, y acogiéronse a las
lagunas, que tenían muy cerca; y por esto, y por los grandes maizales que
había, no les pudimos hacer daño, salvo a uno que matamos. Otro día siguiente,
otros indios de otro pueblo que estaba de la otra parte vinieron a nosotros y
acometiéronnos de la misma arte que los primeros y de la misma manera se
escaparon, y también murió uno de ellos. Estuvimos en este pueblo veinte y
cinco días, en que hicimos tres entradas por la tierra y hallárnosla muy pobre
de gente y muy mala de andar, por los malos pasos y montes y lagunas que tenía.
Preguntamos al cacique que les habíamos detenido, y a los otros indios que
traíamos con nosotros, que eran vecinos y enemigos de ellos, por la manera y
población de la tierra, y la calidad de la gente, y por los bastimentos y todas
las otras cosas de ella. Respondiéronnos cada uno por sí, que el mayor pueblo
de toda aquella tierra era aquel Apalache, y que adelante había menos gente y
muy más pobre que ellos, y que la tierra era mal poblada y los moradores de
ella muy repartidos; y que yendo adelante, había grandes lagunas y espesura de
montes y grandes desiertos y despoblados. Pregutámosles luego por la tierra que
estaba hacia el sur, qué pueblos y mantenimientos tenía. Dijeron que por
aquella vía, yendo a la mar nueve jornadas, había un pueblo que llamaban Ante,
y los indios de él tenían mucho maíz, y que tenían frísoles y calabazas, y que
por estar tan cerca de la mar alcanzaban pescados, y que éstos eran amigos
suyos. Nosotros, vista la pobreza de la tierra, y las malas nuevas que de la
población y de todo lo demás nos daban, y como los indios nos hacían continua
guerra hiriéndonos la gente y los caballos en los lugares donde íbamos a tomar
agua, y esto desde las lagunas, y tan a salvo, que no los podíamos ofender,
porque metidos en ellas nos flechaban, y mataron un señor de Tezcuco que se
llamaba don Pedro, que el comisario llevaba consigo, acordamos de partir de
allí, e ir a buscar la mar y aquel pueblo de Ante que nos habían dicho; y así
nos partimos al cabo de veinte y cinco días que allí habíamos llegado. El
primero día pasamos aquellas lagunas y pasos sin ver indio ninguno, mas al
segundo día llegamos a una laguna de muy mal paso, porque daba el agua a los
pechos y había en ella muchos árboles caídos. Ya que estábamos en medio de ella
nos acometieron muchos indios que estaban escondidos detrás de los árboles
porque no les viésemos; otros estaban sobre los caídos, y comenzáronnos a
flechar de manera que nos hirieron muchos hombres y caballos, y nos tomaron la
guía que llevábamos, antes que de la laguna saliésemos, y después de salidos de
ella, nos tornaron a seguir, queriéndonos estorbar el paso; de manera que no
nos aprovechaba salirnos afuera ni hacernos más fuertes y querer pelear con
ellos, que se metían luego en la laguna, y desde allí nos herían la gente y
caballos. Visto esto, el gobernador mandó a los de caballo que se apeasen y les
acometiesen a pie. El contador se apeó con ellos, y así los acometieron, y
todos entraron a vueltas en una laguna, y así les ganamos el paso. En esta
revuelta hubo algunos de los nuestros heridos, que no les valieron buenas armas
que llevaban; y hubo hombres este día que juraron que habían visto dos robles,
cada uno de ellos tan grueso como la pierna por bajo, pasados de parte a parte
de las flechas de los indios; y esto no es tanto de maravillar, vista la fuerza
y maña con que las echan; porque yo mismo vi una flecha en un pie de un álamo,
que entraba por él un jeme. Cuantos indios vimos desde la Florida aquí todos
son flecheros; y como son tan crecidos de cuerpo y andan desnudos, desde lejos
parecen gigantes. Es gente a maravilla bien dispuesta, muy enjutos y de muy
grandes fuerzas y ligereza. Los arcos que usan son gruesos como el brazo, de
once o doce palmos de largo, que flechan a doscientos pasos con tan gran
tiento, que ninguna cosa yerran. Pasados que fuimos de este paso, de ahí a una
legua llegamos a otro de la misma manera, salvo que por ser tan largo, que
duraba media legua, era muy peor; éste pasamos libremente y sin estorbo de
indios; que como habían gastado en el primero toda la munición que de flechas
tenían, no quedó con qué osarnos acometer. Otro día siguiente, pasando otro
semejante paso, yo hallé rastro de gente que iba delante, y di aviso de ello al
gobernador, que venía en la retaguardia; y así, aunque los indios salieron a
nosotros, como íbamos apercibidos, no nos pudieron ofender; y salidos a lo
llano, fuéronnos todavía siguiendo; volvimos a ellos por dos partes, y
matámosles dos indios, y hiriéronme a mí y dos o tres cristianos; y por
acogérsenos al monte no les pudimos hacer más mal ni daño. De esta suerte
caminamos ocho días, y desde este paso que he contado, no salieron más indios a
nosotros hasta una legua adelante, que es lugar donde he dicho que íbamos.
Allí, yendo nosotros por nuestro camino, salieron indios, y sin ser sentidos,
dieron en la retaguardia, y a los gritos que dio un muchacho de un hidalgo de
los que allí iban, que se llamaba Avellaneda, el Avellaneda volvió, y fue a
socorrerlos, y los indios le acertaron con una flecha por el canto de las
corazas, y fue tal la herida, que pasó casi toda la flecha por el pescuezo, y
luego allí murió y lo llevamos hasta Ante. En nueve días de camino, desde
Apalache hasta allí, llegamos. Y cuando fuimos llegados, hallamos toda la gente
de él, ida, y las casas quemadas, y mucho maíz y calabazas y frísoles, que ya
todo estaba para empezarse a coger. Descansamos allí dos días, y estos pasados,
el gobernador me rogó que fuese a descubrir la mar, pues los indios decían que
estaba tan cerca de allí; ya en este camino la habíamos descubierto por un río
muy grande que en él hallamos, a quien habíamos puesto por nombre el río de la
Magdalena. Visto esto, otro día siguiente yo me partí a descubrirla, juntamente
con el comisario y el capitán Castillo y Andrés Dorantes y otros siete de
caballo y cincuenta peones, y caminamos hasta hora de vísperas, que llegamos a
un ancón o entrada de la mar, donde hallamos muchos ostiones, con que la gente
holgó; y dimos muchas gracias a Dios por habernos traído allí. Otro día de
mañana envié veinte hombres a que conociesen la costa y mirasen la disposición
de ella, los cuales volvieron al otro día en la noche, diciendo que aquellos
ancones y bahías eran muy grandes y entraban tanto por la tierra adentro, que
estorbaban mucho para descubrir lo que queríamos, y que la costa estaba muy
lejos de allí. Sabidas estas nuevas y vista la mala disposición y aparejo que
para descubrir la costa por allí había, yo me volví al gobernador, y cuando
llegamos, hallámosle enfermo con otros muchos, y la noche pasada los indios
habían dado en ellos y puéstolos en grandísimo trabajo, por la razón de la
enfermedad que les había sobrevenido; también les habían muerto un caballo. Yo
di cuenta de lo que había hecho y de la mala disposición de la tierra. Aquel
día nos detuvimos allí. 10.

CAPÍTULO VIII

Cómo partimos de Aute

Otro día siguiente partimos de Ante, y caminamos todo el
día hasta llegar donde yo había estado. Fue camino en extremo trabajoso, porque
ni los caballos bastaban a llevar los enfermos, ni sabíamos qué remedio poner,
porque cada día adolecían; que fue cosa de muy gran lástima y dolor ver la
necesidad y trabajo en que estábamos. Llegados que fuimos, visto el poco
remedio que para ir adelante había, porque no había dónde, ni aunque lo
hubiera, la gente pudiera pasar adelante, por estar los más enfermos, y tales,
que pocos había de quien se pudiese haber algún provecho.11.

Dejo aquí de contar esto más largo, porque cada uno
puede pensar lo que se pasaría en tierra tan extraña y tan mala, y tan sin
ningún remedio de ninguna cosa, ni para estar ni para salir de ella. Mas como
el más cierto remedio sea Dios nuestro Señor, y de este nunca desconfiamos,
sucedió otra cosa que agravaba más que todo esto, que entre la gente de caballo
se comenzó la mayor parte de ellos a ir secretamente, pensando hallar ellos por
sí remedio, y desamparar al gobernador y a los enfermos, los cuales estaban sin
algunas fuerzas y poder. Mas, como entre ellos había muchos hijosdalgo y
hombres de buena suerte, no quisieron que esto pasase sin dar parte al
gobernador y a los oficiales de Vuestra Majestad; y como les afeamos su
propósito, y les pusimos delante el tiempo en que desamparaban a su capitán y
los que estaban enfermos y sin poder, y apartarse sobre todo el servicio de
Vuestra Majestad, acordaron de quedar, y que lo que fuese de uno fuese de
todos, sin que ninguno desamparase a otro. Visto esto por el gobernador, los
llamó a todos y a cada uno por sí, pidiendo parecer de tan mala tierra, para
poder salir de ella y buscar algún remedio, pues allí no lo había, estando la
tercia parte de la gente con gran enfermedad, y creciendo esto cada hora, que
teníamos por cierto todos lo estaríamos así; de donde no se podía seguir sino
la muerte, que por ser en tal parte se nos hacía más grave; y vistos estos y
otros muchos inconvenientes, y tentados muchos remedios, acordamos en uno
harto difícil de poner en obra, que era hacer navíos en que nos fuésemos. A
todos parecía imposible, porque nosotros no los sabíamos hacer, ni había
herramienta, ni hierro, ni fragua, ni estopa, ni pez, ni jarcias, finalmente,
ni cosa ninguna de tantas como son menester, ni quien supiese nada para dar
industria en ello, y sobre todo, no haber qué comer entretanto que se hiciesen,
y los que habían de trabajar del arte que habíamos dicho. Y considerando todo
esto, acordamos de pensar en ello más de espacio, y cesó la plática aquel día,
y cada uno se fue encomendándolo a Dios nuestro Señor, que lo encaminase por
donde Él fuese más servido. Otro día quiso Dios que uno de la compañía vino
diciendo que él haría unos cañones de palo, y con unos cueros de venado se
harían unos fuelles, y como estábamos en tiempo que cualquiera cosa que tuviese
alguna sobrehaz de remedio, nos parecía bien, dijimos que se pusiese por obra;
y acordamos de hacer de los estribos y espuelas y ballestas, y de las otras
cosas de hierro que había, los clavos y sierras y hachas, y otras herramientas,
de que tanta necesidad había para ello; y dimos por remedio que para haber
algún mantenimiento en el tiempo que esto se hiciese se hiciesen cuatro
entradas en Ante con todos los caballos y gente que pudiesen ir, y que a
tercero día se matase un caballo, el cual se repartiese entre los que
trabajaban en la obra de las barcas y los que estaban enfermos; las entradas se
hicieron con la gente y caballos que fue posible, y en ellas se trajeron hasta
cuatrocientas hanegas de maíz, aunque no sin contienda y pendencias con los
indios. Hicimos coger muchos palmitos para aprovecharnos de la lana y cobertura
de ellos, torciéndola y aderezándola para usar en lugar de estopa para las
barcas; las cuales se comenzaron a hacer con un solo carpintero que en la
compañía había, y tanta diligencia pusimos, que, comenzándolas a cuatro días de
agosto, a veinte días del mes de septiembre eran acabadas cinco barcas, de a
veinte y dos codos cada una, calafateadas con las estopas de los palmitos, y
breámoslas con cierta pez de alquitrán que hizo un griego llamado don Teodoro,
de unos pinos; y de la misma ropa de los palmitos, y de las colas y crines de
los caballos, hicimos cuerdas y jarcias, y de las nuestras camisas velas, y de
las sabinas que allí había, hicimos los remos que nos pareció que era menester.
Y tal era la tierra en que nuestros pecados nos habían puesto, que con muy gran
trabajo podíamos hallar piedras para lastre y anclas de las barcas, ni en toda
ella habíamos visto ninguna. Desollamos también las piernas de los caballos
enteras, y curtimos los cueros de ellas para hacer botas en que llevásemos el
agua. En este tiempo algunos andaban cogiendo mariscos por los rincones de las
entradas de la mar, en que los indios, en dos veces que dieron en ellos, nos
mataron diez hombres a vista del real, sin que los pudiésemos socorrer, los
cuales hallamos de parte a parte pasados con las flechas; que aunque algunos
tenían buenas armas, no bastaron a resistir para que esto no se hiciese, por
flechar con tanta destreza y fuerza como arriba he dicho. Y a dicho y juramento
de nuestros pilotos, desde la bahía, que pusimos nombre de la Cruz, hasta aquí
anduvimos doscientas y ochenta leguas, poco más o menos. En toda esta tierra no
vimos sierra ni tuvimos noticias de ella en ninguna manera; y antes que nos
embarcásemos, sin los que los indios nos mataron, se murieron más de cuarenta
hombres de enfermedad y hambre. A veinte y dos días del mes de septiembre se
acabaron de comer los caballos, que sólo uno quedó, y este día nos embarcamos
por esta orden: que en la barca del gobernador iban cuarenta y nueve hombres;
en otra que dio al contador y comisario iban otros tantos; la tercera dio al
capitán Alonso del Castillo y Andrés Dorantes, con cuarenta y ocho hombres, y
otra dio a dos capitanes, que se llamaban Téllez y Peñalosa, con cuarenta y
siete hombres. La otra dio al veedor y a mí con cuarenta y nueve hombres, y
después de embarcados los bastimentos y ropa, no quedó a las barcas más que un
jeme de bordo fuera del agua, y allende de esto, íbamos tan apretados, que no
nos podíamos menear; y tanto puede la necesidad, que nos hizo aventurar a ir de
esta manera, y meternos en una mar tan trabajosa, y sin tener noticia de la
arte del marear ninguno de los que allí iban.12.

CAPÍTULO IX

Cómo partimos de bahía de Caballos

Aquella bahía de donde partimos ha por nombre la bahía
de Caballos, y anduvimos siete días por aquellos ancones, entrados en el agua
hasta la cinta, sin señal de ver ninguna cosa de costa, y al cabo de ellos
llegamos a una isla que estaba cerca de la tierra. Mi barca iba delante, y de
ella vimos venir cinco canoas de indios, los cuales las desampararon y nos las
dejaron en las manos, viendo que íbamos a ellas; las otras barcas pasaron
adelante, y dieron en unas casas de la misma isla, donde hallamos muchas lizas
y huevos de ellas, que estaban secas; que fue muy gran remedio para la
necesidad que llevábamos. Después de tomadas, pasamos adelante, y dos leguas
de allí pasamos un estrecho que la isla con la tierra hacía, al cual llamamos
de San Miguel por haber salido en su día por él; y salidos llegamos a la costa,
donde, con las cinco canoas que yo había tomado a los indios, remediamos algo
de las barcas, haciendo falcas de ellas, y añadiéndolas, de manera que subieron
dos palmos de bordo sobre el agua; y con esto tornamos a caminar por luengo de
costa de vía del río de Palmas, creciendo cada día la sed y la hambre, porque
los bastimentos eran muy pocos y iban muy al cabo, y el agua se nos acabó,
porque las botas que hicimos de las piernas de los caballos luego fueron
podridas y sin ningún provecho. Algunas veces entramos por ancones y bahías que
entraban mucho por la tierra adentro; todas las hallamos bajas y peligrosas; y
así anduvimos por ellas treinta días, donde algunas veces hallábamos indios
pescadores, gente pobre y miserable. Al cabo ya de estos treinta días, que la
necesidad del agua era en extremo, yendo cerca de la costa, una noche sentimos
venir una canoa, y como la vimos, esperamos que llegase, y ella no quiso hacer
cara; y aunque la llamamos, no quiso volver ni aguardarnos, y por ser de noche
no la seguimos, y fuímonos nuestra vía. Cuando amaneció vimos una isla pequeña,
y fuimos a ella por ver si hallaríamos agua; mas nuestro trabajo fue en balde,
porque no la había. Estando allí surtos, nos tomó una tormenta muy grande,
porque nos detuvimos seis días sin que osásemos salir a la mar; y como había
cinco días que no bebíamos, la sed fue tanta, que nos puso en necesidad de
beber agua salada, y algunos se desatentaron tanto en ello, que súbitamente se
nos murieron cinco hombres. Cuento esto así brevemente, porque no creo que haya
necesidad de particularmente contar las miserias y trabajos en que nos vimos;
pues considerando el lugar donde estábamos y la poca esperanza de remedio que
teníamos, cada uno puede pensar mucho de lo que allí pasaría. Y como vimos que
la sed crecía y el agua nos mataba, aunque la tormenta no era cesada, acordamos
de encomendarnos a Dios nuestro Señor, y aventuramos antes al peligro de la mar
que esperar la certinidad de la muerte que la sed nos daba. Así, salimos la vía
donde habíamos visto la canoa la noche que por allí veníamos; y en este día nos
vimos muchas veces anegados, y tan perdidos, que ninguno hubo que no tuviese
por cierta la muerte. Plugo a nuestro Señor, que en las mayores necesidades
suele mostrar su favor, que a puesta del Sol volvimos una punta que la tierra
hace, adonde hallamos mucha bonanza y abrigo. Salieron a nosotros muchas
canoas, y los indios que en ellas venían nos hablaron, y sin querernos
aguardar, se volvieron. Era gente grande y bien dispuesta, y no traían flechas
ni arcos. Nosotros les fuimos siguiendo hasta sus casas, que estaban cerca de
allí a la lengua del agua, y saltamos en tierra, y delante de las casas
hallamos muchos cántaros de agua y mucha cantidad de pescado guisado, y el
señor de aquellas tierras ofreció todo aquello al gobernador, y tomándolo
consigo, lo llevó a su casa. Las casas de éstos eran de esteras, que a lo que
pareció eran estantes; y después que entramos en casa del cacique, nos dio
mucho pescado, y nosotros le dimos del maíz que traíamos, y lo comieron en
nuestra presencia, y nos pidieron más, y se lo dimos, y el gobernador le dio
muchos rescates; el cual, estando con el cacique en su casa, a media hora de la
noche, súbitamente los indios dieron en nosotros y en los que estaban muy malos
echados en la costa, y acometieron también la casa del cacique, donde el
gobernador estaba, y lo hirieron de una piedra en el rostro. Los que allí se
hallaron prendieron al cacique; mas como los suyos estaban tan cerca,
soltóseles y dejóles en las manos una manta de martas cebelinas, que son las
mejores que creo yo que en el mundo se podrían hallar, y tienen un olor que no
parece sino de ámbar y almizcle, y alcanza tan lejos, que de mucha cantidad se
siente; otras vimos allí mas ningunas eran tales como éstas. Los que allí se
hallaron, viendo al gobernador herido, lo metimos en la barca, e hicimos que
con él se recogiese toda la más gente a sus barcas, y quedamos hasta cincuenta
en tierra para contra los indios, que nos acometieron tres veces aquella noche,
y con tanto ímpetu, que cada vez nos hacían retraer más de un tiro de piedra.
Ninguno hubo de nosotros que no quedase herido, y yo lo fui en la cara; y si
como se hallaron pocas flechas, estuvieran más proveídos de ellas, sin duda nos
hicieran mucho daño. La última vez se pusieron en celada los capitanes Dorantes
y Peñalosa y Téllez con quince hombres, y dieron en ellos por las espaldas, y
de tal manera les hicieron huir, que nos dejaron. Otro día de mañana yo les
rompí más de treinta canoas, que nos aprovecharon para un norte que hacía, que
por todo el día hubimos de estar allí con mucho frío, sin osar entrar en la
mar, por la mucha tormenta que en ella había. Esto pasado, nos tornamos a
embarcar, y navegamos tres días; y como habíamos tomado poca agua, y los vasos
que teníamos para llevar asimismo eran muy pocos, tornamos a caer en la primera
necesidad; y siguiendo nuestra vía, entramos por un estero, y estando en él
vimos venir una canoa de indios. Como los llamamos, vinieron a nosotros, y el
gobernador, a cuya barca habían llegado, pidióles agua, y ellos la ofrecieron
con que les diesen en qué la trajesen, y un cristiano griego, llamado Doroteo
Teodoro (de quien arriba se hizo mención), dijo que quería ir con ellos; el
gobernador y otros se lo procuraron estorbar mucho, y nunca lo pudieron, sino
que en todo caso quería ir con ellos; así se fue y llevó consigo un negro, y
los indios dejaron en rehenes dos de su compañía; y a la noche volvieron los
indios y trajéronnos muchos vasos sin agua, y no trajeron los cristianos que
habían llevado; y los que habían dejado por rehenes, como los otros los
hablaron, quisieronse echar al agua. Mas los que en la barca estaban los
detuvieron; y así, se fueron huyendo los indios de la canoa, y nos dejaron muy
confusos y tristes por haber perdido aquellos dos cristianos. 13.


CAPÍTULO X: De la refriega que nos dieron
los indios

Venida la mañana, vinieron a nosotros muchas canoas de
indios, pidiéndonos los dos compañeros que en la barca habían quedado por
rehenes. El gobernador dijo que se los daría con que trajesen los dos
cristianos que habían llevado. Con esta gente venían cinco o seis señores, y
nos pareció ser la gente más bien dispuesta y de más autoridad y concierto que
hasta allí habíamos visto, aunque no tan grandes como los otros de quien hemos
contado. Traían los cabellos sueltos y muy largos, y cubiertos con mantas de
martas, de la suerte de las que atrás habíamos tomado, y algunas de ellas
hechas por muy extraña manera, porque en ella había unos lazos de labores de
unas pieles leonadas, que parecían muy bien. Rogábannos que nos fuésemos con
ellos y que nos darían los cristianos y agua y otras muchas cosas; y contino
acudían sobre nosotros muchas canoas, procurando tomar la boca de aquella
entrada; y así por esto, como porque la tierra era muy peligrosa para estar en
ella, nos salimos a la mar, donde estuvimos hasta mediodía con ellos. Y como no
nos quisiesen dar los cristianos, y por este respecto nosotros no les diésemos
los indios, comenzáronnos a tirar piedras con hondas, y varas, con muestras de
flecharnos, aunque en todos ellos no vimos sino tres o cuatro arcos. 14.

Estando en esta contienda el viento refrescó, y ellos se
volvieron y nos dejaron; y así navegamos aquel día, hasta hora de vísperas, que
mi barca que iba delante, descubrió una punta que la tierra hacía, y del otro
cabo se veía un río muy grande, y en una isleta que hacía la punta hice yo
surgir por esperar las otras barcas. El gobernador no quiso llegar; antes se
metió por una bahía muy cerca de allí, en que había muchas isletas, y allí nos
juntamos, y desde la mar tomamos agua dulce, porque el río entraba en la mar de
avenida, y por tostar algún maíz de lo que traíamos, porque ya había dos días
que lo comíamos crudo, saltamos en aquella isla; mas como no hallamos leña,
acordamos de ir al río que estaba detrás de la punta, una legua de allí; y
yendo, era tanta la corriente, que no nos dejaba en ninguna manera llegar,
antes nos apartaba de la tierra, y nosotros trabajando y porfiando por tomarla.
El norte que venía de la tierra comenzó a crecer tanto, que nos metió en la
mar, sin que nosotros pudiésemos hacer otra cosa; y a media legua que fuimos
metidos en ella, sondeamos, y hallamos que con treinta brazas no pudimos tomar
hondo, y no podíamos entender si la corriente era causa que no lo pudiésemos
tomar; y así navegamos dos días todavía, trabajando por tomar tierra, y al cabo
de ellos, un poco antes que el Sol saliese, vimos muchos humeros por la costa;
y trabajando por llegar allá, nos hallamos en tres brazas de agua, y por ser de
noche no osamos tomar tierra, porque como habíamos visto tantos humeros,
creíamos que se nos podía recrecer algún peligro sin nosotros poder ver, por la
mucha oscuridad, lo que habíamos de hacer, y por esto determinamos de esperar a
la mañana; y como amaneció, cada barca se halló por sí perdida de las otras; yo
me hallé en treinta brazas, y siguiendo mi viaje a hora de vísperas vi dos
barcas, y como fui a ellas, vi que la primera a que llegué era la del
gobernador, el cual me preguntó qué me parecía que debíamos hacer. Yo le dije
que debía recobrar aquella barca que iba delante, y que en ninguna manera la
dejase, y que juntas todas tres barcas, siguiésemos nuestro camino donde Dios
nos quisiese llevar. Él me respondió que aquello no se podía hacer, porque la
barca iba muy metida en el mar y él quería tomar la tierra, y que si la quería
yo seguir, que hiciese que los de mi barca tomasen los remos y trabajasen,
porque con fuerza de brazos se había de tomar la tierra, y esto le aconsejaba
un capitán que consigo llevaba, que se llamaba Pantoja, diciéndole que si aquel
día no tomaba la tierra, que en otros seis no la tomaría, y en este tiempo era
necesario morir de hambre. Yo, vista su voluntad, tomé mi remo, y lo mismo
hicieron todos los que en mi barca estaban para ello, y bogamos hasta casi
puesto el sol; mas como el gobernador llevaba la más sana y recia gente que
entre toda había, en ninguna manera lo pudimos seguir ni tener con ella. Yo,
como vi esto, pedíle que, para poderle seguir, me diese un cabo de su barca, y
él me respondió que no harían ellos poco si solos aquella noche pudiesen llegar
a tierra. Yo le dije que, pues vía la poca posibilidad que en nosotros había
para poder seguirle y hacer lo que había mandado, que me dijese qué era lo que
mandaba que yo hiciese. El me respondió que ya no era tiempo de mandar unos a
otros; que cada uno hiciese lo que mejor le pareciese que era para salvar la
vida; que él así lo entendía de hacer, y diciendo esto, se alargó con su barca,
y como no le pude seguir, arribé sobre la otra barca que iba metida en la mar,
la cual me esperó; y llegado a ella, hallé que era la que llevaban los
capitanes Peñalosa y Téllez; y así, navegamos cuatro días en compañía, comiendo
por tasa cada día medio puño de maíz crudo. A cabo de estos cuatro días nos
tomó una tormenta, que hizo perder la otra barca, y por gran misericordia que
Dios tuvo de nosotros no nos hundimos del todo, según el tiempo hacía; y con
ser invierno, y el frío muy grande, y tantos días que padecíamos hambre, con
los golpes que de la mar habíamos recibido, otro día la gente comenzó mucho a
desmayar, de tal manera, que cuando el sol se puso, todos los que en mi barca
venían estaban caídos en ella unos sobre otros, tan cerca de la muerte, que
pocos había que tuviesen sentido, y entre todos ellos a esta hora no había
cinco hombres en pie. Y cuando vino la noche no quedamos sino el maestre y yo
que pudiésemos marear la barca, y a dos horas de la noche el maestre me dijo
que yo tuviese cargo de ella, porque él estaba tal, que creía aquella noche
morir. Y así, yo tomé el leme, y pasada media noche, yo llegué por ver si era
muerto el maestre, y él me respondió que él antes estaba mejor y que él
gobernaría hasta el día. Yo cierto aquella hora de muy mejor voluntad tomara la
muerte, que no ver tanta gente delante de mí de tal manera. 15.

Y después que el maestre tomó cargo de la barca, yo
reposé un poco muy sin reposo, ni había cosa más lejos de mí entonces que el
sueño. Y acerca del alba parecióme que oía el tumbo del mar, porque, como la
costa era baja, sonaba mucho, y con este sobresalto llamé al maestre, el cual
me respondió que creía que éramos cerca de tierra, y tentamos y hallámonos en
siete brazas, y pareciése que nos debíamos tener a la mar hasta que amaneciese.
Y así, yo tomé un remo y bogué de la banda de la tierra, que nos hallamos una
legua della, y dimos la popa a la mar. Y cerca de tierra nos tomó una ola, que
echó la barca fuera del agua un juego de herradura, y con el gran golpe que
dio, casi toda la gente que en ella estaba como muerta, tornó en sí, y como se
vieron cerca de la tierra se comenzaron a descolgar, y con manos y pies
andando; y como salieron a tierra a unos barrancos, hicimos lumbre y tostamos
del maíz que traíamos, y hallamos agua de la que había llovido, y con el calor
del fuego la gente tornó en sí y comenzaron algo a esforzarse. El día que aquí
llegamos era sexto del mes de noviembre. 16.

CAPÍTULO XI: De lo que acaeció a Lope de Oviedo con unos
indios

Desde que la gente hubo comido, mandé a Lope de Oviedo,
que tenía más fuerza y estaba más recio que todos, se llegase a unos árboles
que cerca de allí estaban, y subido en uno de ellos, descubriese la tierra en
que estábamos y procurase de haber alguna noticia de ella. Él lo hizo así y
entendió que estábamos en isla, y vio que la tierra estaba cavada a la manera
que suele estar tierra donde anda ganado, y parecióle por esto que debía ser
tierra de cristianos, y así nos lo dijo. Yo le mandé que la tornase a mirar muy
más particularmente y viese si en ella había algunos caminos que fuesen
seguidos, y esto sin alargarse mucho por el peligro que podía haber. Él fue, y
topando con una vereda se fue por ella adelante hasta espacio de media legua, y
halló unas chozas de unos indios que estaban solas, porque los indios eran idos
al campo, y tomó una olla de ellos, y un perrillo pequeño y unas pocas de
lizas, y así se volvió a nosotros; y pareciéndonos que se tardaba, envié a
otros dos cristianos para que le buscasen y viesen qué le había sucedido; y
ellos le toparon cerca de allí y vieron que tres indios, con arcos y flechas,
venían tras él llamándole, y él asimismo llamaba a ellos por señas. Y así llegó
donde estábamos, y los indios se quedaron un poco atrás asentados en la misma
ribera, y después de media hora acudieron otros cien indios flecheros, que
ahora ellos fuesen grandes o no, nuestro miedo les hacía parecer gigantes, y
pararon cerca de nosotros, donde los tres primeros estaban. Entre nosotros
excusado era pensar que habría quien se defendiese, porque difícilmente se
hallaron seis que del suelo se pudiesen levantar. El veedor y yo salimos a
ellos y llamámosles, y ellos se llegaron a nosotros; y lo mejor que pudimos,
procuramos de asegurarlos y asegurarnos, y dímosles cuentas y cascabeles, y
cada uno de ellos me dio una flecha, que es señal de amistad, y por señas nos
dijeron que a la mañana volverían y nos traerían de comer, porque entonces no
lo tenían. 17.

CAPÍTULO XII

Cómo los indios nos trajeron de comer

Otro día, saliendo el sol, que era la hora que los
indios nos habían dicho, vinieron a nosotros, como lo habían prometido, y nos
trajeron mucho pescado y de unas raíces que ellos comen, y son como nueces,
algunas mayores o menores; la mayor parte de ellas se sacan de bajo del agua y
con mucho trabajo. A la tarde volvieron y nos trajeron más pescado y de las
mismas raíces, e hicieron venir sus mujeres e hijos para que nos viesen, y así,
se volvieron ricos de cascabeles y cuentas que les dimos, y otros días nos
tornaron a visitar con lo mismo que otras veces. Como nosotros veíamos que
estábamos proveídos de pescados y de raíces y de agua y de las otras cosas que
pedimos, acordamos de tornarnos a embarcar y seguir nuestro camino, y
desenterramos la barca de la arena en que estaba metida, y fue menester que nos
desnudásemos todos y pasásemos gran trabajo para echarla al agua, porque
nosotros estábamos tales, que otras cosas muy más livianas bastaban para
ponernos en él. Y así embarcados, a dos tiros de ballesta dentro en la mar, nos
dio tal golpe de agua que nos mojó a todos; y como íbamos desnudos y el frío
que hacía era muy grande, soltamos los remos de las manos, y a otro golpe que
la mar nos dio, trastornó la barca; el veedor y otros dos se asieron de ella
para escaparse; mas sucedió muy al revés, que la barca los tomó debajo y se
ahogaron. Como la costa es muy brava, el mar de un tumbo echó a todos los
otros, envueltos en las olas y medio ahogados, en la costa de la misma isla,
sin que faltasen más de los tres que la barca había tomado debajo. Los que
quedamos escapados, desnudos como nacimos y perdido todo lo que traíamos, y
aunque todo valía poco, para entonces valía mucho. Y como entonces era por
noviembre, y el frío muy grande, y nosotros tales que con poca dificultad nos
podían contar los huesos, estábamos hechos propia figura de la muerte. De mí sé
decir que desde el mes de mayo pasado yo no había comido otra cosa sino maíz
tostado, y algunas veces me vi en necesidad de comerlo crudo; porque aunque se
mataron los caballos entretanto que las barcas se hacían, yo nunca pude comer
de ellos, y no fueron diez veces las que comí pescado. Esto digo por excusar
razones, porque pueda cada uno ver qué tales estaríamos.18.

Y sobre todo lo dicho había sobrevenido viento norte, de
suerte que más estábamos cerca de la muerte que de la vida. Plugo a nuestro
Señor que, buscando tizones del fuego que allí habíamos hecho, hallamos lumbre,
con que hicimos grandes fuegos; y así, estuvimos pidiendo a Nuestro Señor
misericordia y perdón de nuestros pecados, derramando muchas lágrimas, habiendo
cada uno lástima, no sólo de sí, mas de todos los otros, que en el mismo estado
veían. Y a hora de puesto el sol, los indios, creyendo que no nos habíamos ido,
nos volvieron a buscar y a traernos de comer; mas cuando ellos nos vieron así
en tan diferente hábito del primero y en manera tan extraña, espantáronse tanto
que se volvieron atrás. Yo salí a ellos y llamélos, y vinieron muy espantados;
hícelos entender por señas cómo se nos había hundido una barca y se habían
ahogado tres de nosotros, y allí en su presencia ellos mismos vieron dos
muertos, y los que quedábamos íbamos aquel camino. 19.

Los indios, de ver el desastre que nos había venido y el
desastre en que estábamos, con tanta desventura y miseria, se sentaron entre
nosotros, y con el gran dolor y lástima que hubieron de vernos en tanta
fortuna, comenzaron todos a llorar recio, y tan de verdad, que lejos de allí se
podía oír, y esto les duró más de media hora; y cierto ver que estos hombres
tan sin razón y tan crudos, a manera de brutos, se dolían tanto de nosotros,
hizo que en mí y en otros de la compañía creciese más la pasión y la
consideración de nuestra desdicha. 20.

Sosegado ya este llanto, yo pregunté a los cristianos, y
dije que si a ellos parecía, rogaría a aquellos indios que nos llevasen a sus
casas; y algunos de ellos que habían estado en la Nueva España respondieron que
no se debía de hablar de ello, porque si a sus casas nos llevaban, nos
sacrificarían a sus ídolos; mas, visto que otro remedio no había, y que por
cualquier otro camino estaba más cerca y más cierta la muerte, no curé de lo
que decían, antes rogué a los indios que nos llevasen a sus casas, y ellos
mostraron que habían gran placer de ello, y que esperásemos un poco, que ellos
harían lo que queríamos, y luego treinta de ellos se cargaron de leña, y se
fueron a sus casas, que estaban lejos de allí, y quedamos con los otros hasta
cerca de la noche, que nos tomaron, y llevándonos asidos y con mucha prisa,
fuimos a sus casas; y por el gran frío que hacía, y temiendo que en el camino
alguno no muriese o desmayase, proveyeron que hubiese cuatro o cinco fuegos muy
grandes puestos a trechos, y en cada uno de ellos nos calentaban y, desde que
veían que habíamos tomado alguna fuerza y calor, nos llevaban hasta el otro tan
aprisa, que casi con los pies no nos dejaban poner en el suelo; y de esta
manera fuimos hasta sus casas, donde hallamos que tenían hecha una casa para
nosotros, y muchos fuegos en ella, y desde a una hora que habíamos llegado,
comenzaron a bailar y hacer grande fiesta, que duró toda la noche, aunque para
nosotros no había placer, fiesta ni sueño, esperando cuándo nos habían de
sacrificar; y a la mañana nos tornaron a dar pescado y raíces, y hacer tan buen
tratamiento, que nos aseguramos algo y perdimos algo el miedo del sacrificio.
21.

CAPÍTULO XIII

Cómo supimos de otros cristianos

Este mismo día yo vi a un indio de aquéllos un rescate,
y conocí que no era de los que nosotros les habíamos dado; y preguntando dónde
le habían habido, ellos por señas me respondieron que se lo habían dado otros
hombres como nosotros, que estaban atrás. Yo, viendo esto, envié dos cristianos
y dos indios que les mostrasen aquella gente, y muy cerca de allí toparon con
ellos, que también venían a buscarnos, porque los indios que allá quedaban les
habían dicho de nosotros, y estos eran los capitanes Andrés Dorantes y Alonso
del Castillo, con toda la gente de su barca. Y llegados a nosotros, se
espantaron mucho de vernos de la manera que estábamos, y recibieron muy gran
pena por no tener qué darnos; que ninguna otra ropa traían sino la que tenían
vestida. Y estuvieron allí con nosotros, y nos contaron cómo a cinco de aquel
mismo mes su barca había dado al través, legua y media de allí, y ellos habían
escapado sin perderse ninguna cosa, y todos juntos acordamos de adobar su
barca, e irnos en ella los que tuviesen fuerza y disposición para ello; los
otros quedarse allí hasta que convaleciesen, para irse como pudiesen por luengo
de costa, y que esperasen allí hasta que Dios los llevase con nosotros a
tierras de cristianos; y como lo pensamos, así nos pusimos en ello, y antes que
echásemos la barca al agua, Tavera, un caballero de nuestra compañía, murió, y
la barca que nosotros pensábamos llevar hizo su fin, y no se pudo sostener a sí
misma, que luego fue hundida; y como quedamos del arte que he dicho, y los más
desnudos, y el tiempo tan recio para caminar y pasar ríos y ancones a nado, ni
tener bastimento alguno ni manera para llevarlo, determinamos de hacer lo que
la necesidad pedía, que era invernar allí. Y acordamos también que cuatro
hombres, que más recios estaban, fuesen a Pánuco, creyendo que estábamos cerca
de allí; y que si Dios nuestro Señor fuese servido de llevarlos allá, diesen
aviso de cómo quedábamos en aquella isla, y de nuestra necesidad y trabajo.
Estos eran muy grandes nadadores, y al uno llamaban Álvaro Fernández,
portugués, carpintero y marinero; el segundo se llamaba Méndez, y el tercero
Figueroa, que era natural de Toledo; el cuarto, Astudillo, natural de Zafra:
llevaban consigo un indio que era de la isla. 22.

CAPÍTULO XIV

Cómo se partieron los cuatro cristianos

Partidos estos cuatro cristianos, desde a pocos días
sucedió tal tiempo de fríos y tempestades, que los indios no podían arrancar
las raíces, y de los cañales en que pescaban ya no había provecho ninguno, y
como las casas eran tan desabrigadas, comenzóse a morir la gente, y cinco
cristianos que estaban en el rancho en la costa llegaron a tal extremo, que se
comieron los unos a los otros, hasta que quedó uno solo, que por ser solo no
hubo quien lo comiese. Los nombres de ellos son éstos: Sierra, Diego López,
Corral, Palacios, Gonzalo Ruiz. De este caso se alteraron tanto los indios, y
hubo entre ellos tan gran escándalo, que sin duda si al principio ellos lo
vieran, los mataran, y todos nos viéramos en grande trabajo. Finalmente, en muy
poco tiempo, de ochenta hombres que de ambas partes allí llegamos, quedaron
vivos sólo quince, y después de muertos éstos, dio a los indios de la tierra
una enfermedad de estómago, de que murió la mitad de la gente de ellos, y
creyeron que nosotros éramos los que los matábamos; y teniéndolo por muy
cierto, concertaron entre sí de matar a los que habíamos quedado. Ya que lo
venían a poner en efecto, un indio que a mí me tenía les dijo que no creyesen
que nosotros éramos los que los matábamos, porque si nosotros tal poder
tuviéramos, excusáramos que no murieran tantos de nosotros como ellos veían que
habían muerto sin que les pudiéramos poner remedio; y que ya no quedábamos sino
muy pocos, y que ninguno hacía daño ni perjuicio; que lo mejor era que nos
dejasen. Y quiso nuestro Señor que los otros siguiesen este consejo y parecer,
y así se estorbó su propósito. A esta isla pusimos por nombre isla de Mal Hado.
La gente que allí hallamos son grandes y bien dispuestos; no tienen otras armas
sino flechas y arcos, en que son por extremo diestros. Tienen los hombres la
una teta horadada de una parte a otra, y algunos hay que tienen ambas, y por el
agujero que hacen, traen una caña atravesada, tan larga como dos palmos y
medio, y tan gruesa como dos dedos; traen también horadado el labio de abajo, y
puesto en él un pedazo de caña delgada como medio dedo. Las mujeres son para
mucho trabajo. La habitación que en esta isla hacen es desde octubre hasta fin
de febrero. El su mantenimiento son las raíces que he dicho sacadas de bajo el
agua por noviembre y diciembre. Tienen cañales, y no tienen más peces de para
este tiempo; de ahí adelante comen las raíces. En fin de febrero van a otras
partes a buscar con qué mantenerse, porque entonces las raíces comienzan a
nacer, y no son buenas. Es la gente del mundo que más aman a sus hijos y mejor
tratamiento les hacen; y cuando acaece que a alguno se le muere el hijo,
llóranle los padres y los parientes, y todo el pueblo, y el llanto dura un año
cumplido, que cada día por la mañana antes que amanezca comienzan primero a
llorar los padres, y tras esto todo el pueblo; y esto mismo hacen al mediodía y
cuando anochece; y pasado un año que los han llorado, hácenle las honras del
muerto, y lávanse y límpianse del tizne que traen. A todos los difuntos lloran
de esta manera, salvo a los viejos, de quien no hacen caso, porque dicen que ya
han pasado su tiempo y de ellos ningún provecho hay; antes ocupan la tierra y
quitan el mantenimiento a los niños. Tienen por costumbre de enterrar los
muertos, si no son los que entre ellos son físicos, que a éstos quémanlos; y
mientras el fuego arde, todos están bailando y haciendo muy gran fiesta, y
hacen polvo los huesos. Y pasado un año, cuando se hacen sus honras, todos se
jasan en ellas; y a los parientes dan aquellos polvos a beber, de los huesos,
en agua. Cada uno tiene una mujer, conocida. Los físicos son los hombres más
libertados; pueden tener dos, y tres, y entre éstas hay muy gran amistad y
conformidad. Cuando viene que alguno casa su hija, el que la toma por mujer,
desde el día que con ella se casa, todo lo que matare cazando o pescando, todo
lo trae la mujer a la casa de su padre, sin osar tomar ni comer alguna cosa de
ello, y de casa del suegro le llevan a él de comer; y en todo este tiempo el
suegro ni la suegra no entran no en su casa, ni él ha de entrar en casa de los
suegros ni cuñados; y si acaso se toparen por alguna parte, se desvían un tiro
de ballesta el uno del otro, y entretanto que así van apartándose, llevan la
cabeza baja y los ojos en tierra puestos; porque tienen por cosa mala verse ni
hablarse. Las mujeres tienen libertad para comunicar y conversar con los
suegros y parientes, y esta costumbre se tiene desde la isla hasta más de
cincuenta leguas por la tierra adentro. 23.

Otra costumbre hay, y es que cuando algún hijo o hermano
muere, en la casa donde muriese, tres meses no buscan de comer, antes se dejan
morir de hambre, y los parientes y los vecinos les proveen de lo que han de
comer. Y como en el tiempo que aquí estuvimos murió tanta gente de ellos, en
las más casas había muy gran hambre, por guardar también su costumbre y
ceremonia; y los que lo buscaban, por mucho que trabajaban, por ser el tiempo
tan recio, no podían haber sino muy poco; y por esta causa los indios que a mí
me tenían se salieron de la isla, y en unas canoas se pasaron a Tierra Firme, a
unas bahías adonde tenían muchos ostiones, y tres meses del año no comen otra
cosa, y beben muy mala agua. Tienen gran falta de leña, y de mosquitos muy
grande abundancia. Sus casas son edificadas de esteras sobre muchas cáscaras de
ostiones, y sobre ellos duermen en cueros, y no los tienen sino es acaso. Y así
estuvimos hasta el fin de abril, que fuimos a la costa del mar, a donde comimos
moras de zarzas todo el mes, en el cual no cesan de hacer sus areitos y
fiestas. 24.

CAPÍTULO XV

De lo que nos acaeció en la isla de Mal
Hado

En aquella isla que he contado nos quisieron hacer
físicos sin examinarnos ni pedirnos títulos, porque ellos curan las
enfermedades soplando al enfermo, y con aquel soplo y las manos echan de él la
enfermedad, y mandáronnos que hiciésemos lo mismo y sirviésemos en algo.
Nosotros nos reíamos de ello, diciendo que era burla y que no sabíamos curar; y
por esto nos quitaban la comida hasta que hiciésemos lo que nos decían. Y
viendo nuestra porfía, un indio me dijo a mí que yo no sabía lo que decía en
decir que no aprovecharía nada aquello que él sabía, que las piedras y otras
cosas que se crían por los campos tienen virtud. Que él con una piedra
caliente, trayéndola por el estómago, sanaba y quitaba el dolor, y que
nosotros, que éramos hombres, cierto era que teníamos mayor virtud y poder. En
fin, nos vimos en tanta necesidad, que lo hubimos de hacer, sin temer que nadie
nos llevase por ello la pena. La manera que ellos tienen de curarse es ésta:
que en viéndose enfermos, llaman a un médico, y después de curado, no sólo le
dan todo lo que poseen, mas entre sus parientes buscan cosas para darle. Lo que
el médico hace es dalle unas sajas adonde tiene el dolor, y chúpanles
alderredor de ellas. Dan cauterios de fuego, que es cosa entre ellos tenida por
muy provechosa, y yo lo he experimentado, y me sucedió bien de ello; y después
de esto, soplan aquel lugar que les duele, y con esto creen ellos que se les
quita el mal. La manera con que nosotros curamos era santiguándolos y
soplarlos, y rezar un Pater Noster y un Ave María, y rogar lo mejor que
podíamos a Dios Nuestro Señor que les diese salud y espirase en ellos que nos
hiciesen algún buen tratamiento. Quiso Dios y su misericordia que todos
aquellos por quien suplicamos, luego que los santiguamos, decían a los otros
que estaban sanos y buenos, y por este respecto nos hacían buen tratamiento,
y dejaban ellos de comer por dárnoslo a nosotros, y nos daban cueros y otras
cosillas. Fue tan extremada la hambre que allí se pasó, que muchas veces estuve
tres días sin comer ninguna cosa, y ellos también lo estaban y parecíame ser
cosa imposible durar la vida, aunque en otras mayores hambres y necesidades me
vi después, como adelante diré. Los indios que tenían a Alonso del Castillo y
Andrés Dorantes, y a los demás que habían quedado vivos, como eran de otra
lengua y de otra parentela, se pasaron a otra parte de la Tierra Firme a comer
ostiones, y allí estuvieron hasta el primero día del mes de abril, y luego
volvieron a la isla, que estaba de allí hasta dos leguas por lo más ancho del
agua, y la isla tiene media legua de través y cinco en largo. 25.

Toda la gente de esta tierra anda desnuda; solas las
mujeres traen de sus cuerpos algo cubierto con una lana que en los árboles se
cría. Las mozas se cubren con unos cueros de venados. Es gente muy partida de
lo que tienen unos con otros. No hay entre ellos señor. Todos los que son de un
linaje andan juntos. Habitan en ellas dos maneras de lenguas: a los unos llaman
Capoques, y a los otros de Han; tienen por costumbre cuando se conocen y de
tiempo a tiempo se ven, primero que se hablen, estar media hora llorando, y
acabado esto, aquel que es visitado se levanta primero y da al otro cuanto
posee, y el otro lo recibe, y de ahí a un poco se va con ello, y aun algunas
veces, después de recibido, se van sin que hablen palabra. Otras extrañas
costumbres tienen; mas yo he contado las más principales y más señaladas por
pasar adelante y contar lo que más nos sucedió. 26.

CAPÍTULO XVI

Cómo se partieron los cristianos de la isla de
Mal Hado

Después que Dorantes y Castillo volvieron a la isla
recogieron consigo todos los cristianos, que estaban esparcidos, y halláronse
por todos catorce. Yo, como he dicho, estaba en la otra parte, en Tierra Firme,
donde mis indios me habían llevado y donde me habían dado tan gran enfermedad,
que ya que alguna otra cosa me diera esperanza de vida, aquélla bastaba para
del todo quitármela. Y como los cristianos esto supieron, dieron a un indio
la manta de martas que del cacique habíamos tomado, como arriba dijimos, porque
los pasase donde yo estaba para verme; y así vinieron doce, porque los dos
quedaron tan flacos que no se atrevieron a traerlos consigo. Los nombres de los
que entonces vinieron son: Alonso del Castillo, Andrés Dorantes y Diego
Dorantes, Valdivieso, Estrada, Tostado, Chaves, Gutiérrez, Esturiano, clérigo;
Diego de Huelva, Estebanico el Negro, Benítez. Y como fueron venidos a Tierra
Firme, hallaron otro que era de los nuestros, que se llamaba Francisco de León,
y todos trece por luengo de costa. Y luego que fueron pasados, los indios que
me tenían me avisaron de ello, y cómo quedaban en la isla Hierónimo de Alaniz y
Lope de Oviedo. Mi enfermedad estorbó que no les pude seguir ni los vi. Yo hube
de quedar con estos mismos indios de la isla más de un año, y por el mucho
trabajo que me daban y mal tratamiento que me hacían, determiné de huir de
ellos e irme a los que moran en los montes y Tierra Firme, que se llaman los de
Charruco, porque yo no podía sufrir la vida que con estos otros tenía; porque,
entre otros trabajos muchos, había de sacar las raíces para comer de bajo del
agua y entre las cañas donde estaban metidas en la tierra; y de esto traía yo
los dedos tan gastados, que una paja que me tocase me hacía sangre de ellos, y
las cañas me rompían por muchas partes, porque muchas de ellas estaban
quebradas y había de entrar por medio de ellas con la ropa que he dicho que
traía. Y por esto yo puse en obra de pasarme a los otros, y con ellos me su
cedió algo mejor; y porque yo me hice mercader, procuré de usar el oficio lo
mejor que supe, y por esto ellos me daban de comer y me hacían buen tratamiento
y rogábanme que me fuese de unas partes a otras por cosas que ellos habían
menester, porque por razón de la guerra que continuamente traen, la tierra no
se anda ni se contrata tanto. Y ya con mis tratos y mercaderías entraba en la
tierra adentro todo lo que quería, y por luengo de costa me alargaba cuarenta o
cincuenta leguas. Lo principal de mi trato era pedazos de caracoles de la mar y
corazones de ellos y conchas, con que ellos cortan una fruta que es como
frísoles, con que se curan y hacen sus bailes y fiestas, y ésta es la cosa de
mayor precio que entre ellos hay, y cuentas de la mar y otras cosas. Así, esto
era lo que yo llevaba tierra adentro, y en cambio y trueco de ello traía cueros
y almagra, con que ellos se untan y tiñen las caras y cabellos, pedernales para
puntas de flechas, engrudo y cañas duras para hacerlas, y unas borlas que se
hacen de pelo de venados, que las tiñen y paran coloradas; y este oficio me
estaba a mí bien, porque andando en él tenía libertad para ir donde quería y no
era obligado a cosa alguna, y no era esclavo, y dondequiera que iba me hacían
buen tratamiento y me daban de comer por respeto de mis mercaderías, y lo más
principal porque andando en ello yo buscaba por dónde me había de ir adelante,
y entre ellos era muy conocido; holgaban mucho cuando me veían y les traía lo
que habían menester, y los que no me conocían me procuraban y deseaban ver por
mi fama. Los trabajos que en esto pasé sería largo de contarlos, así de
peligros y hambres, como de tempestades y fríos, que muchos de ellos me tomaron
en el campo y solo, donde por gran misericordia de Dios nuestro Señor escapé. Y
por esta causa yo no trataba el oficio en invierno, por ser tiempo que ellos
mismos en sus chozas y ranchos metidos no podían valerse ni ampararse. Fueron
casi seis años el tiempo que yo estuve en esta tierra solo entre ellos y
desnudo, como todos andaban. La razón por que tanto me detuve fue por llevar
conmigo un cristiano que estaba en la isla, llamado Lope de Oviedo. El otro
compañero de Alaniz, que con él había quedado cuando Alonso del Castillo y
Andrés Dorantes con todos los otros se fueron, murió luego, y por sacarlo de
allí yo pasaba a la isla cada año y le rogaba que nos fuésemos a la mejor maña
que pudiésemos en busca de cristianos, y cada año me detenía diciendo que el
otro siguiente nos iríamos. En fin, al cabo lo saqué y le pasé el ancón y
cuatro ríos que hay por la costa, porque él no sabía nadar, y así, fuimos con
algunos indios adelante hasta que llegamos a un ancón que tiene una legua de
través y es por todas partes hondo; y por lo que de él nos pareció y vimos, es
el que llaman del Espíritu Santo, y de la otra parte de él vimos unos indios,
que vinieron a ver a los nuestros, y nos dijeron cómo más adelante había tres
hombres como nosotros, y nos dijeron los nombres de ellos. Y preguntándoles por
los demás, nos respondieron que todos eran muertos de frío y de hambre, y que
aquellos indios de adelante ellos mismos por su pasatiempo habían muerto a
Diego Dorantes y a Valdivieso y a Diego de Huelva, porque se habían pasado de
una casa a otra; y que los otros indios sus vecinos con quien agora estaba el
capitán Dorantes, por razón de un sueño que habían soñado, habían muerto a
Esquivel y a Méndez. Preguntámosles qué tales estaban los vivos; dijéronnos que
muy maltratados, porque los muchachos y otros indios, que entre ellos son muy
holgazanes y de mal trato, les daban muchas coces y bofetones y palos, y que
ésta era la vida que con ellos tenían. Quisímonos informar de la tierra
adelante y de los mantenimientos que en ella había; respondieron que era muy
pobre de gente, y que en ella no había qué comer, y que morían de frío porque
no tenían cueros ni con qué cubrirse. Dijéronnos también si queríamos ver
aquellos tres cristianos, que de ahí a dos días los indios que los tenían
venían a comer nueces una legua de allí, a la vera del río; y porque viésemos
que lo que nos habían dicho del mal tratamiento de los otros era verdad,
estando con ellos dieron al compañero mío de bofetones y palos, y yo no quedé
sin mi parte, y de muchos pellazos de lodo que nos tiraban, y nos ponían cada
día las flechas al corazón, diciendo que nos querían matar como a los otros
nuestros compañeros. Y temiendo esto Lope de Oviedo, mi compañero, dijo que
quería volverse con unas mujeres de aquellos indios, con quien habíamos pasado
el ancón, que quedaban algo atrás. Yo porfié mucho con él que no lo hiciese, y
pasé muchas cosas, y por ninguna vía lo pude detener, y así se volvió y yo
quedé solo con aquellos indios, los cuales se llamaban Quevenes, y los otros
con quien él se fue se llaman Deaguanes. 27.

CAPÍTULO XVII

Cómo vinieron los indios y trajeron a Andrés
Dorantes y a Castillo y a Estebanico

Desde a dos días que Lope de Oviedo se había ido, los
indios que tenían a Alonso del Castillo y Andrés Dorantes vinieron al mismo
lugar que nos habían dicho, a comer de aquellas nueces de que se mantienen,
moliendo unos granillos con ellas, dos meses del año, sin comer otra cosa, y
aun esto no lo tienen todos los años, porque acuden uno, y otro no; son del
tamaño de las de Galicia, y los árboles son muy grandes, y hay un gran número
de ellos. Un indio me avisó cómo los cristianos eran llegados, y que si yo
quería verlos me hurtase y huyese a un canto de un monte que él me señaló;
porque él y otros parientes suyos habían de venir a ver a aquellos indios, y
que me llevarían consigo adonde los cristianos estaban. Yo me confié de ellos,
y determiné de hacerlo, porque tenían otra lengua distinta de la de mis indios.
Y puesto por obra, otro día fueron y me hallaron en el lugar que estaba
señalado; y así me llevaron consigo. Ya que llegué cerca de donde tenían su
aposento. Andrés Dorantes salió a ver quién era, porque los indios le habían
también dicho cómo venía un cristiano; y cuando me vio fue muy espantado,
porque había muchos días que me tenían por muerto, y los indios así lo habían
dicho. Dimos muchas gracias a Dios de vernos juntos, y este día fue uno de los
de mayor placer que en nuestros días hemos tenido; y llegado donde Castillo
estaba, me preguntaron que dónde iba. Yo le dije que mi propósito era de pasar
a tierra de cristianos, y que en este rastro y busca iba. Andrés Dorantes
respondió que muchos días había que él rogaba a Castillo y a Estebanico que se
fuesen adelante, y que no lo osaban hacer porque no sabían nadar, y que temían
mucho de los ríos y los ancones por donde habían de pasar, que en aquella
tierra hay muchos. Y pues Dios nuestro Señor había sido servido de guardarme
entre tantos trabajos y enfermedades, y al cabo traerme en su compañía, que
ellos determinaban de huir, que yo los pasaría de los ríos y ancones que
topásemos, y avisáronme que en ninguna manera diese a entender a los indios no
conociesen de mí que yo quería pasar adelante, porque luego me matarían; y que
para esto era menester que yo me detuviese con ellos seis meses, que era tiempo
en que aquellos indios iban a otra tierra a comer tunas. Esta es una fruta que
es del tamaño de huevos, y son bermejas y negras y de muy buen gusto. Cómenlas
tres meses del año, en los cuales no comen otra cosa alguna, porque al tiempo
que ellos las cogían venían a ellos otros indios de adelante, que traían arcos
para contratar y cambiar con ellos; y que cuando aquéllos se volviesen nos
huiríamos de los nuestros, y nos volveríamos con ellos. Con este concierto yo
quedé allí, y me dieron por esclavo a un indio con quien Dorantes estaba, el
cual era tuerto, y su mujer y un hijo que tenía y otro que estaba en su
compañía; de manera que todos eran tuertos. Estos se llaman mariames, y
Castillo estaba con otros sus vecinos, llamados iguases. Y estando aquí ellos
me contaron que después que salieron de la isla del Mal Hado, en la costa de la
mar hallaron la barca en que iba al contador y los frailes al través; y que
yendo pasando aquellos ríos, que son cuatro muy grandes y de muchas corrientes,
les llevó las barcas en que pasaban a la mar, donde se ahogaron cuatro de
ellos, y que así fueron adelante hasta que pasaron el ancón, y lo pasaron con
mucho trabajo, y a quince leguas delante hallaron otro, y que cuando allí
llegaron ya se les habían muerto dos compañeros en sesenta leguas que habían
andado; y que todos los que quedaban estaban para lo mismo, y que en todo el
camino no habían comido sino cangrejos y yerba pedrera; y llegados a este
último ancón, decían que hallaron en él indios que estaban comiendo moras; y
como vieron a los cristianos, se fueron de allí a otro cabo; y que estando
procurando y buscando manera para pasar el ancón, pasaron a ellos un indio y un
cristiano, que llegado, conocieron que era Figueroa, uno de los cuatro que
habíamos enviado adelante en la isla del Mal Hado, y allí les contó cómo él y
sus compañeros habían llegado hasta aquel lugar, donde se habían muerto dos de
ellos y un indio, todos tres de frío y de hambre, porque habían venido y estado
en el más recio tiempo del mundo, y que a él y a Méndez habían tomado los
indios, y que estando con ellos, Méndez había huido yendo la vía lo mejor que
pudo de Pánuco, y que los indios habían ido tras él y que lo habían muerto; y
que estando él con estos indios supo de ellos cómo con los mariames estaba un
cristiano que había pasado de la otra parte, y lo había hallado con los que
llamaban quevenes, y que este cristiano era Hernando de Esquivel, natural de
Badajoz, el cual venía en compañía del comisario, y que él supo de Esquivel el
fin en que habían parado el gobernador y el contador y los demás, y le dijo que
el contador y los frailes habían echado al través su barca entre los ríos, y
viniéndose por luengo de la costa, llegó la barca del gobernador con su gente
en tierra, y él se fue con su barca hasta que llegaron a aquel ancón grande, y
que allí tornó a tomar la gente y la pasó del otro cabo, y volvió por el
contador y los frailes y todos los otros. Y contó cómo estando desembarcados,
el gobernador había revocado el poder que el contador tenía de lugarteniente
suyo y dio el cargo a un capitán que traía consigo, que se decía Pantoja, y que
el gobernador se quedó en su barca, y no quiso aquella noche salir a tierra, y
quedaron con él un maestre y un paje que estaba malo, y en la barca no tenían
agua ni cosa ninguna que comer; y que a media noche el norte vino tan recio,
que sacó la barca a la mar, sin que ninguno la viese, porque no tenía por resón
sino una piedra, y que nunca más supieron de él. Y que visto esto, la gente que
en tierra quedaron se fueron por luengo de costa, y que como hallaron tanto
estorbo de agua, hicieron balsas con mucho trabajo, en que pasaron la otra
parte; y que yendo adelante, llegaron a una punta de un monte orilla del agua,
y que hallaron indios, que como los vieron venir metieron sus casas en sus
canoas y se pasaron de la otra parte a la costa; y los cristianos, viendo el
tiempo que era, porque era por el mes de noviembre, pararon en este monte,
porque hallaron agua y leña y algunos cangrejos y mariscos, donde de frío y de
hambre se comenzaron poco a poco a morir. Allende de esto, Pantoja, que por
teniente había quedado, les hacía mal tratamiento, y no lo pudiendo sufrir
Sotomayor, hermano de Vasco Porcallo, el de la isla de Cuba, que en la armada
había venido por maestre de campo, se revolvió con él y le dio un palo, de que
Pantoja quedó muerto, y así se fueron acabando; y los que morían, los otros los
hacían tasajos; y el último que murió fue Sotomayor, y Esquivel lo hizo
tasajos, y comiendo de él se mantuvo hasta primero de marzo, que un indio de
los que allí habían huido vino a ver si eran muertos, y llevó a Esquivel
consigo; y estando en poder de este indio, el Figueroa lo habló y supo de él
todo lo que hemos contado, y le rogó que se viniese con él, para irse ambos la
vía de Pánuco; lo cual Esquivel no quiso hacer, diciendo que él había sabido de
los frailes que Pánuco había quedado atrás; y así se quedó allí, y Figueroa se
fue a la costa adonde solía estar. 28.

CAPÍTULO XVIII

De la relación que dio Esquivel

Esta cuenta toda dio Figueroa por la relación que de
Esquivel había sabido; y así, de mano en mano llegó a mí, por donde se puede
ver y saber el fin que toda aquella armada hubo y los particulares casos que a
cada uno de los demás acontecieron. Y dijo más: que si los cristianos algún
tiempo andaban por allí, podría ser que viesen a Esquivel, porque sabía que se
había huido de aquel indio con quien estaba, a otros, que se decían los
mareames, que eran allí vecinos. Y como acabo de decir, él y el asturiano se
quisieran ir a otros indios que adelante estaban; mas como los indios que lo
tenían lo sintieron, salieron a ellos, y diéronles muchos palos, y desnudaron
al asturiano, y pasáronle un brazo con una flecha; y en fin, se escaparon
huyendo, y los cristianos se quedaron con aquellos indios, y acabaron con ellos
que los tomasen por esclavos, aunque estando sirviéndoles fueron tan
maltratados de ellos, como nunca esclavos ni hombres de ninguna suerte lo
fueron, porque de seis que eran, no contentos con darles muchas bofetadas y
apalearlos y pelarles las barbas por su pasatiempo, por sólo pasar de una casa
a otra mataron tres, que son los que arriba dije, Diego Dorantes y Valdivieso y
Diego de Huelva, y los otros tres que quedaban esperaban parar en esto mismo; y
por no sufrir en esta vida, Andrés Dorantes se huyó y se pasó a los mareames,
que eran aquéllos adonde Esquivel había parado, y ellos le contaron cómo habían
tenido allí a Esquivel, y cómo estando allí se quiso huir porque una mujer
había soñado que le había de matar un hijo, y los indios fueron tras él y lo
mataron, y mostraron a Andrés Dorantes su espada y sus cuentas y libro y otras
cosas que tenía. Esto hacen éstos por una costumbre que tienen, y es que matan
sus mismos hijos por sueños, y a las hijas en naciendo las dejan comer a
perros, y las echan por ahí. La razón por que ellos lo hacen es, según ellos
dicen, porque todos los de la tierra son sus enemigos y con ellos tienen
continua guerra; y que si acaso casasen sus hijas, multiplicarían tanto sus
enemigos, que los sujetarían y tomarían por esclavos; y por esta causa querían
más matarlas que no que de ellas mismas naciese quien fuese su enemigo.
Nosotros les dijimos que por qué no las casaban con ellos mismos. Y también
entre ellos dijeron que era fea cosa casarlas a sus parientes ni a sus
enemigos; y esta costumbre usan estos y otros sus vecinos, que se llaman los
iguaces, solamente, sin que ningunos otros de la tierra la guarden. Y cuando
éstos se han de casar, compran las mujeres a sus enemigos, y el precio que cada
uno da por la suya es un arco, el mejor que puede haber, con dos flechas; y si
acaso no tiene arco, una red hasta una braza en ancho y otra en largo. Matan
sus hijos, y mercan los ajenos; no dura el casamiento más de cuanto están
contentos, y con una higa deshacen el casamiento. Dorantes estuvo con éstos, y
desde a pocos días se huyó. Castillo y Estebanico se vinieron dentro de la
Tierra Firme a los iguaces. Toda esta gente son flecheros y bien dispuestos,
aunque no tan grandes como los que atrás dejamos, y traen la teta y el labio
horadados.29.

Su mantenimiento principalmente es raíces de dos o tres
maneras, y búscanlas por toda la tierra; son muy malas, e hinchan los hombres
que las comen. Tardan dos días en asarse, y muchas de ellas son muy amargas, y
con todo esto se sacan con mucho trabajo. Es tanta la hambre que aquellas
gentes tienen, que no se pueden pasar sin ellas, y andan dos o tres leguas
buscándolas. Algunas veces matan algunos venados, y a tiempos toman algún
pescado; mas esto es tan poco, y su hambre tan grande, que comen arañas y
huevos de hormigas, y gusanos y lagartijas y salamanquesas y culebras y
víboras, que matan los hombres que muerden, y comen tierra y madera y todo lo
que pueden haber, y estiércol de venados, y otras cosa que dejo de contar; y
creo averiguadamente que si en aquella tierra hubiese piedras las comerían.
Guardan las espinas del pescado que comen, y de las culebras y otras cosas,
para molerlo después todo y comer el polvo de ello. Entre éstos no se cargan
los hombres ni llevan cosa de peso; mas llévanlo las mujeres y los viejos, que
es la gente que ellos en menos tienen. No tienen tanto amor a sus hijos como
los que arriba dijimos. Hay algunos entre ellos que usan pecado contra natura.
Las mujeres son muy trabajadas y para mucho, porque de veinticuatro horas que
hay entre día y noche, no tienen sino seis horas de descanso, y todo lo más de
la noche pasan en atizar sus hornos para secar aquellas raíces que comen. Y
desde que amanece comienzan a cavar y a traer leña y agua a sus casas y dar
orden en las otras cosas de que tienen necesidad. Los más de éstos son grandes
ladrones, porque aunque entre sí son bien partidos, en volviendo uno la cabeza,
su hijo mismo o su padre le toma lo que puede. Mienten muy mucho, y son grandes
borrachos, y para esto beben ellos una cierta cosa. Están tan usados a correr,
que sin descansar ni cansar corren desde la mañana hasta la noche, y siguen un
venado; y de esta manera matan muchos de ellos, porque los siguen hasta que los
cansan, y algunas veces los toman vivos. Las casas de ellos son de esteras
puestas sobre cuatro arcos; llévanlas a cuestas, y múdanse cada dos o tres días
para buscar de comer. Ninguna cosa siembran que se pueda aprovechar; es gente
muy alegre; por mucha hambre que tengan, por eso no dejan de bailar ni de hacer
sus fiestas y areitos. Para ellos el mejor tiempo que éstos tienen es cuando
comen las tunas, porque entonces no tienen hambre, y todo el tiempo se les pasa
en bailar, y comen de ellas de noche y de día. Todo el tiempo que les duran
exprímenlas y ábrenlas y pónenlas a secar, y después de secas pónenlas en unas
seras, como higos, y guárdanlas para comer por el camino cuando se vuelven, y
las cáscaras de ellas muélenlas y hácenlas polvo. Muchas veces estando con
éstos, nos aconteció tres o cuatro días estar sin comer porque no lo había;
ellos, por alegrarnos, nos decían que no estuviésemos tristes; que presto
habría tunas y comeríamos muchas y beberíamos del zumo de ellas, y tendríamos
las barrigas muy grandes y estaríamos muy contentos y alegres y sin hambre
alguna; y desde el tiempo que esto nos decían hasta que las tunas se hubiesen
de comer había cinco o seis meses, y, en fin, hubimos de esperar aquestos seis
meses, y cuando fue tiempo fuimos a comer las tunas; hallamos por la tierra muy
gran cantidad de mosquitos de tres maneras, que son muy malos y enojosos, y
todo lo más del verano nos daban mucha fatiga; y para defendernos de ellos
hacíamos al derredor de la gente muchos fuegos de leña podrida y mojada, para
que no ardiesen e hiciesen humo; y esta defensión nos daba otro trabajo, porque
en toda la noche no hacíamos sino llorar, del humo que en los ojos nos daba, y
sobre eso, gran calor que nos causaban los muchos fuegos, y salíamos a dormir a
la costa. Y si alguna vez podíamos dormir, recordábannos a palos, para que
tornásemos a encender los fuegos. Los de la tierra adentro para esto usan otro
remedio tan incomportable y más que éste que he dicho, y es andar con tizones
en las manos quemando los campos y montes que topan, para que los mosquitos
huyan, y también para sacar debajo de tierra lagartijas y otras semejantes
cosas para comerlas. Y también suelen matar venados cercándolos con muchos
fuegos; y usan también esto por quitar a los animales el pasto, que la
necesidad les haga ir a buscarlo adonde ellos quieren, porque nunca hacen
asiento con sus casas sino donde hay agua y leña, y alguna vez se cargan todos
de esta provisión y van a buscar los venados, que muy ordinariamente están
donde no hay agua ni leña; y el día que llegan matan venados y algunas otras
cosas que pueden, y gastan todo el agua y leña en guisar de comer y en los
fuegos que hacen para defenderse de los mosquitos, y esperan otro día para
tomar algo que lleven para el camino; y cuando parten, tales van de los
mosquitos, que parece que tienen la enfermedad de San Lázaro. Y de esta manera
satisfacen su hambre dos o tres veces en el año, a tan grande costa como he
dicho; y por haber pasado por ello puedo afirmar que ningún trabajo que se
sufra en el mundo se iguala con éste. Por la tierra hay muchos venados y otras
aves y animales de los que atrás he contado. Alcanzan aquí vacas, y yo las he
visto tres veces y comido de ellas, y paréceme que serán del tamaño de las de
España. Tienen los cuernos pequeños, como moriscas, y el pelo muy largo,
merino, como una bernia; unas son pardillas, y otras negras, y a mi parecer
tienen mejor y más gruesa carne que las de acá. De las que no son grandes hacen
los indios mantas para cubrirse, y de las mayores hacen zapatos y rodelas;
éstas vienen de hacia el Norte por tierra adelante hasta la costa de la
Florida, y tiéndense por toda la tierra más de cuatrocientas leguas, y en todo
este camino, por los valles por donde ellas vienen, bajan las gentes que por
allí habitan y se mantienen de ellas, y meten en la tierra grande cantidad de
cueros. 30.

CAPÍTULO XIX

De cómo nos apartaron los indios

Cuando fueron cumplidos los seis meses que yo estuve con
los cristianos esperando a poner en efecto el concierto que teníamos hecho, los
indios se fueron a las tunas, que había de allí donde las habían de coger hasta
treinta leguas; y ya que estábamos para huirnos, los indios con quien
estábamos, unos con otros riñeron sobre una mujer, y se apuñearon y apalearon y
descalabraron unos a otros; y con el grande enojo que hubieron, cada uno tomó
su casa y se fue a su parte; de donde fue necesario que todos los cristianos
que allí éramos también nos apartásemos, y en ninguna manera nos pudimos juntar
hasta otro año. Y en este tiempo yo pasé muy mala vida, así por la mucha hambre
como por el mal tratamiento que de los indios recibía, que fue tal, que yo me
hube de huir tres veces de los amos que tenía, y todos me anduvieron a buscar y
poniendo diligencia para matarme, y Dios nuestro Señor por su misericordia me
quiso guardar y amparar de ellos; y cuando el tiempo de las tunas tornó, en
aquel mismo lugar nos tornamos a juntar. Ya que teníamos concertado de huirnos
y señalado el día, aquel mismo día los indios nos apartaron, y fuimos cada uno
por su parte; y yo dije a los otros compañeros que yo los esperaría en las
tunas hasta que la Luna fuese llena, y este día era primero de septiembre y
primero día de luna; y avisélos que si en este tiempo no viniesen al concierto,
yo me iría solo y los dejaría. Y así, nos apartamos y cada uno se fue con sus
indios, y yo estuve con los míos hasta trece de luna, y yo tenía acordado de me
huir a otros indios en siendo en Luna llena. Y a trece días del mes llegaron
adonde yo estaba Andrés Dorantes y Estebanico, y dijéronme cómo dejaban a
Castillo con otros indios que se llaman anagados, y que estaban cerca de allí,
y que habían pasado mucho trabajo, y que habían andado perdidos. Y que otro día
adelante nuestros indios se mudaron hacia donde Castillo estaba, e iban a
juntarse con los que lo tenían, y hacerse amigos unos de otros, porque hasta
allí habían tenido guerra, y de esta manera cobramos a Castillo. En todo el
tiempo que comíamos las tunas teníamos sed, y para remedio de esto bebíamos el
zumo de las tunas y sacábamoslo en un hoyo que en la tierra hacíamos, y desque
estaba lleno bebíamos de él hasta que nos hartábamos. Es dulce y de color de
arrope; esto hacen por falta de otras vasijas. Hay muchas maneras de tunas, y
entre ellas hay algunas muy buenas, aunque a mí todas me parecían así, y nunca
la hambre me dio espacio para escogerlas ni para mientes en cuáles eran las
mejores. Todas las más de estas gentes beben agua llovediza y recogida en
algunas partes; porque, aunque hay ríos, como nunca están de asiento, nunca
tienen agua conocida ni señalada. Por toda la tierra hay muy grandes y hermosas
dehesas, y de muy buenos pastos para ganados; y paréceme que sería tierra muy
fructífera si fuese labrada y habitada de gente de razón. No vimos sierra en
toda ella en tanto que en ella estuvimos. Aquellos indios nos dijeron que otros
estaban más adelante, llamados camones, que viven hacia la costa, y habían
muerto toda la gente que venía en la barca de Peñalosa y Téllez, que venían tan
flacos, que aunque los mataban no se defendían; y así, los acabaron todos, y
nos mostraron ropas y armas de ellos, y dijeron que la barca estaba allí al
través. Esta es la quinta barca que faltaba, porque la del gobernador ya
dijimos cómo la mar la llevó, y la del contador y los frailes la habían visto
echada al través en la costa, y Esquivel contó el fin de ellos. Las dos en que
Castillo y yo y Dorantes íbamos, ya hemos contado cómo junto a la isla de Mal
Hado se hundieron. 31.

CAPÍTULO XX

De cómo nos huimos

Después de habernos mudado, desde a dos días nos
encomendamos a Dios nuestro Señor y nos fuimos huyendo, confiando que, aunque
era ya tarde y las tunas se acababan, con los frutos que quedarían en el campo
podríamos andar buena parte de la tierra. Yendo aquel día nuestro camino con
harto temor que los indios nos habían de seguir, vimos unos humos, y yendo a
ellos, después de vísperas llegamos allá, donde vimos un indio que, como vio
que íbamos a él, huyó sin querernos aguardar; nosotros enviamos al negro tras
él, y como vio que iba solo, aguardólo. El negro le dijo que íbamos a buscar
aquella gente que hacía aquellos humos. Él respondió que cerca de allí estaban
las casas, y que nos guiaría allá, y así, lo fuimos siguiendo; y él corrió a
dar aviso de cómo íbamos, y a puesta del sol vimos las casas, y dos tiros de
ballesta antes que llegásemos a ellas hallamos cuatro indios que nos esperaban,
y nos recibieron bien. Dijímosles en lengua de mareames que íbamos a buscarlos,
y ellos mostraron que se holgaban con nuestra compañía; y así, nos llevaron a
sus casas, y a Dorantes y al negro aposentaron en casa de un físico, y a mí y a
Castillo en casa de otro. Estos tienen otra lengua y llámanse avavares, y son
aquellos que solían llevar los arcos a los nuestros e iban a contratar con
ellos; y aunque son de otra nación y lengua, entienden la lengua de aquéllos
con quien antes estábamos, y aquel mismo día habían llegado allí con sus casas.
Luego el pueblo nos ofreció muchas tunas, porque ya ellos tenían noticia de
nosotros y cómo curábamos, y de las maravillas que nuestro Señor con nosotros
obraba, que, aunque no hubiera otras, harto grandes eran abrirnos caminos por
tierra tan despoblada, y darnos gente por donde muchos tiempos no la había, y
librarnos de tantos peligros, y no permitir que nos matasen, y sustentarnos con
tanta hambre, y poner aquellas gentes en corazón que nos tratasen bien, como
adelante diremos. 32.

CAPÍTULO XXI

De cómo curamos aquí unos dolientes

Aquella misma noche que llegamos vinieron unos indios a
Castillo, y dijéronle que estaban muy malos de la cabeza, rogándole que los
curase; y después que los hubo santiguado y encomendado a Dios, en aquel punto
los indios dijeron que todo el mal se les había quitado; y fueron a sus casas y
trajeron muchas tunas y un pedazo de carne de venado, cosa que no sabíamos qué
cosa era; y como esto entre ellos se publicó, vinieron otros muchos enfermos en
aquella noche a que los sanase, y cada uno traía un pedazo de venado; y tantos
eran, que no sabíamos adónde poner la carne. Dimos muchas gracias a Dios porque
cada día iba creciendo su misericordia y mercedes; y después que se acabaron
las curas comenzaron a bailar y hacer sus areitos y fiestas, hasta otro día que
el sol salió; y duró la fiesta tres días por haber nosotros venido, y al cabo
de ellos les preguntamos por la tierra adelante, y por la gente que en ella
hallaríamos, y los mantenimientos que en ella había. Respondiéronnos que por
toda aquella tierra había muchas tunas, mas que ya eran acabadas, y que ninguna
gente había, porque todos eran idos a sus casas, con haber ya cogido las tunas;
y que la tierra era muy fría y en ella había muy pocos cueros. Nosotros viendo
esto, que ya el invierno y tiempo frío entraba, acordamos de pasarlo con éstos.
A cabo de cinco días que allí habíamos llegado se partieron a buscar otras
tunas adonde había otra gente de otras naciones y lenguas. Y andadas cinco
jornadas con muy grande hambre, porque en el camino no había tunas ni otra
fruta ninguna, llegamos a un río, donde asentamos nuestras casas, y después de
asentadas fuimos a buscar una fruta de unos árboles, que es como hieros; y como
por toda esta tierra no hay caminos, yo me detuve más en buscarla; la gente se
volvió, y yo quedé solo, y viniendo a buscarlos aquella noche me perdí, y plugo
a Dios que hallé un árbol ardiendo, y al fuego de él pasé aquel frío aquella
noche, y a la mañana yo me cargué la leña y tomé dos tizones, y volví a
buscarlos, y anduve de esta manera cinco días, siempre con mi lumbre y carga de
leña, porque si el fuego se me matase en parte donde no tuviese leña, como en
muchas partes no la había, tuviese de qué hacer otro tizones y no me quedase
sin lumbre, porque para el frío yo no tenía otro remedio, por andar desnudo
como nací. Y para las noches yo tenía este remedio, que me iba a las matas del
monte, que estaban cerca de los ríos, y paraba en ellas antes que el sol se
pusiese, y en la tierra hacía un hoyo y en él echaba mucha leña, que se cría en
muchos árboles, de que por allí hay muy gran cantidad y juntaba mucha leña de
la que estaba caída y seca de los árboles, y al derredor de aquel hoyo hacía
cuatro fuegos en cruz, y yo tenía cargo y cuidado de rehacer el fuego de rato
en rato, y hacía unas gavillas de paja larga que por allí hay, con que me
cubría en aquel hoyo, y de esta manera me amparaba del frío de las noches; y
una de ellas el fuego cayó en la paja con que yo estaba cubierto, y estando yo
durmiendo en el hoyo, comenzó a arder muy recio, y por mucha prisa que yo me di
a salir, todavía saqué señal en los cabellos del peligro en que había estado.
En todo este tiempo no comí bocado ni hallé cosa que pudiese comer; y como
traía los pies descalzos, corrióme de ellos mucha sangre, y Dios usó conmigo de
misericordia, que en todo este tiempo no ventó el norte, porque de otra manera
ningún remedio había de yo vivir. Y a cabo de cinco días llegué a una ribera de
un río, donde yo hallé a mis indios, que ellos y los cristianos me contaban ya
por muerto, y siempre creían que alguna víbora me había mordido. Todos hubieron
gran placer de verme, principalmente los cristianos, y me dijeron que hasta
entonces habían caminado con mucha hambre, que ésta era la causa que no me
habían buscado; y aquella noche me dieron de las tunas que tenían, y otro día
partimos de allí, y fuimos donde hallamos muchas tunas, con que todos
satisficieron su gran hambre, y nosotros dimos muchas gracias a nuestro Señor
porque nunca nos faltaba remedio. 33.

CAPÍTULO XXII

Cómo otro día nos trajeron otros enfermos

Otro día de mañana vinieron allí muchos indios y traían
cinco enfermos que estaban tullidos y muy malos, y venían en busca de Castillo
que los curase, y cada uno de los enfermos ofreció su arco y flechas, y él los
recibió, y a puesta de sol los santiguó y encomendó a Dios nuestro Señor, y
todos le suplicamos con la mejor manera que podíamos les enviase salud, pues él
veía que no había otro remedio para que aquella gente nos ayudase y saliésemos
de tan miserable vida. Y él lo hizo tan misericordiosamente, que venida la
mañana, todos amanecieron tan buenos y sanos, y se fueron tan recios como si
nunca hubieran tenido mal ninguno. Esto causó entre ellos muy gran admiración,
y a nosotros despertó que diésemos muchas gracias a nuestro Señor, a que más
enteramente conociésemos su bondad, y tuviésemos firme esperanza que nos había
de librar y traer donde le pudiésemos servir. Y de mí sé decir que siempre tuve
esperanza en su misericordia que me había de sacar de aquella cautividad, y así
yo lo hablé siempre a mis compañeros. Como los indios fueron idos y llevaron
sus indios sanos, partimos donde estaban otros comiendo tunas, y éstos se
llaman cutalches y malicones, que son otras lenguas, y junto con ellos había
otros que se llamaban coayos y susolas, y de otra parte otros llamados atayos,
y estos tenían guerra con los susolas, con quien se flechaban cada día. Y como
por toda la tierra no se hablase sino de los misterios que Dios nuestro Señor
con nosotros obraba, venían de muchas partes a buscarnos para que los
curásemos, y a cabo de dos días que allí llegaron, vinieron a nosotros unos
indios de los susolas y rogaron a Castillo que fuese a curar un herido y otros
enfermos, y dijeron que entre ellos quedaba uno que estaba muy al cabo.
Castillo era médico muy temeroso, principalmente cuando las curas eran muy
temerosas y peligrosas, y creía que sus pecados habían de estorbar que no todas
veces sucediese bien el curar. Los indios me dijeron que yo fuese a curarlos,
porque ellos me querían bien y se acordaban que les había curado en las nueces, y por aquello nos habían dado nueces y cueros; y esto había pasado cuando
yo vine a juntarme con los cristianos; y así hube de ir con ellos, y fueron
conmigo Dorantes y Estebanico, y cuando llegué cerca de los ranchos que ellos
tenían, yo vi el enfermo que íbamos a curar que estaba muerto, porque estaba
mucha gente al derredor de él llorando y su casa deshecha, que es señal que el
dueño estaba muerto. Y así, cuando yo llegué hallé el indio los ojos vueltos y
sin ningún pulso, y con todas las señales de muerto, según a mí me pareció, y
lo mismo dijo Dorantes. Yo le quité una estera que tenía encima, con que estaba
cubierto, y lo mejor que pude apliqué a nuestro Señor fuese servido de dar
salud a aquél y a todos los otros que de ella tenían necesidad. Y después de
santiguado y soplado muchas veces, me trajeron un arco y me lo dieron, y una
sera de tunas molidas, y lleváronme a curar a otros muchos que estaban malos de
modorra, y me dieron otras dos seras de tunas, las cuales di a nuestros indios,
que con nosotros habían venido; y, hecho esto, nos volvimos a nuestro aposento,
y nuestros indios, a quien di las tunas, se quedaron allá; y a la noche se
volvieron a sus casas, y dijeron que aquel que estaba muerto y yo había curado
en presencia de ellos, se había levantado bueno y se había paseado, y comido, y
hablado con ellos, y que todos cuantos había curado quedaban sanos y muy
alegres.34.

Esto causó muy gran admiración y espanto, y en toda la
tierra no se hablaba en otra cosa. Todos aquellos a quien esta fama llegaba nos
venían a buscar para que los curásemos y santiguásemos sus hijos. Y cuando los
indios que estaban en compañía de los nuestros, que eran los cutalchiches, se
hubieron de ir a su tierra, antes que se partiesen nos ofrecieron todas las
tunas que para su camino tenían, sin que ninguna les quedase, y diéronnos
pedernales tan largos como palmo y medio, con que ellos cortan, y es entre
ellos cosa de muy gran estima. Rogáronnos que nos acordásemos de ellos y
rogásemos a Dios que siempre estuviesen buenos, y nosotros se lo prometimos; y
con esto partieron los más contentos hombres del mundo, habiéndonos dado todo
lo mejor que tenían. Nosotros estuvimos con aquellos indios avavares ocho
meses, y esta cuenta hacíamos por las lunas. En todo este tiempo nos venían de
muchas partes a buscar, y decían que verdaderamente nosotros éramos hijos del
Sol. Dorantes y el negro hasta allí no habían curado; mas por la mucha
importunidad que teníamos, viniéndonos de muchas partes a buscar, venimos todos
a ser médicos, aunque en atrevimiento y osar acometer cualquier cura era yo más
señalado entre ellos, y ninguno jamás curamos que no nos dijese que quedaba
sano. Y tanta confianza tenían que habían de sanar si nosotros los curásemos,
que creían que en tanto que allí nosotros estuviésemos ninguno había de morir.
Estos y los de más atrás nos contaron una cosa muy extraña, y por la cuenta que
nos figuraron parecía que había quince o diez y seis años que había acontecido,
que decían que por aquella tierra anduvo un hombre, que ellos llaman Mala Cosa,
y que era pequeño de cuerpo, y que tenía barbas, aunque nunca claramente le
pudieron ver el rostro, y que cuando venía a la casa donde estaban se les
levantaban los cabellos y temblaban, y luego parecía a la puerta de la casa un
tizón ardiendo. Y luego, aquel hombre entraba y tomaba al que quería de ellos,
y dábales tres cuchilladas grandes por las ijadas con un pedernal muy agudo,
tan ancho como una mano y dos palmos en luengo, y metía la mano por aquellas
cuchilladas y sacábales las tripas; y que cortaba de una tripa poco más o menos
de un palmo, y aquello que cortaba echaba en las brasas; y luego le daba tres
cuchilladas en un brazo, y la segunda daba por la sangradura y
desconcertábaselo, y dende a poco se lo tornaba a concertar y poníale las manos
sobre las heridas, y decíannos que luego quedaban sanos, y que muchas veces
cuando bailaban aparecía entre ellos, en hábito de mujer unas veces, y otras
como hombre; y cuando él quería, tomaba el buhío o casa y subíala en alto, y
dende a poco caía con ella y daba muy gran golpe. También nos contaron que
muchas veces le dieron de comer y que nunca jamás comió; y que le preguntaban
dónde venía y a qué parte tenía su casa, y que les mostró una hendidura de la
tierra, y dijo que su casa era allá debajo. De estas cosas que ellos nos
decían, nosotros nos reíamos mucho, burlando de ellas; y como ellos vieron que
no lo creíamos, trajeron muchos de aquéllos que decían que él había tomado, y
vimos las señales de las cuchilladas que él había dado en los lugares en la
manera que ellos contaban. Nosotros les dijimos que aquél era un malo, y de la
mejor manera que pudimos les dábamos a entender que si ellos creyesen en Dios
nuestro Señor y fuesen cristianos como nosotros, no tendrían miedo de aquel, ni
él osaría venir a hacerles aquellas cosas; y que tuviesen por cierto que en
tanto que nosotros en la tierra estuviésemos él no osaría parecer en ella. De
esto se holgaron ellos mucho y perdieron mucha parte del temor que tenían.
Estos indios nos dijeron que habían visto al asturiano y a Figueroa con otros,
que adelante en la costa estaban, a quien nosotros llamábamos de los higos.
Toda esta gente no conocía los tiempos por el Sol ni la Luna, ni tienen cuenta
del mes del año, y más entienden y saben las diferencias de los tiempos cuando
las frutas vienen a madurar, y en tiempo que muere el pescado y el aparecer de
las estrellas, en que son muy diestros y ejercitados. Con estos siempre fuimos
bien tratados, aunque lo que habíamos de comer lo cavábamos, y traíamos
nuestras cargas de agua y leña. Sus casas y mantenimientos son como las de los
pasados, aunque tienen muy mayor hambre, porque no alcanzan maíz ni bellotas ni
nueces. Anduvimos siempre en cueros como ellos, y de noche nos cubríamos con
cueros de venado. De ocho meses que con ellos estuvimos, los seis padecimos
mucha hambre, que tampoco alcanzan pescado. Y al cabo de este tiempo ya las
tunas comenzaban a madurar, y sin que de ellos fuésemos sentidos nos fuimos a
otros que adelante estaban, llamados maliacones; éstos estaban una jornada de
allí, donde yo y el negro llegamos. A cabo de los tres días envié que trajese a
Castillo y a Dorantes; y venidos, nos partimos todos juntos con los indios, que
iban a comer una frutilla de unos árboles, de que se mantienen diez o doce
días, entretanto que las tunas vienen. Y allí se juntaron con estos otros
indios que se llamaban arbadaos, y a éstos hallamos muy enfermos y flacos e
hinchados; tanto que nos maravillamos mucho, y los indios con quien habíamos
venido se vinieron por el mismo camino. Y nosotros les dijimos que nos
queríamos quedar con aquéllos, de que ellos mostraron pesar; y así, nos
quedamos en el campo con aquéllos, cerca de aquellas casas, y cuando ellos nos
vieron, juntáronse después de haber hablado entre sí, y cada uno de ellos tomó
el suyo por la mano y nos llevaron a sus casas. Con éstos padecimos más hambre
que con los otros, porque en todo el día no comíamos más de dos puños de
aquella fruta, la cual estaba verde; tenía tanta leche, que nos quemaba las
bocas; y con tener falta de agua, daba mucha sed a quien la comía. Y como la
hambre fuese tanta, nosotros comprámosles dos perros y a trueco de ellos les
dimos unas redes y otras cosas, y un cuero con que yo me cubría. Ya he dicho
cómo por toda esta tierra anduvimos desnudos; y como no estábamos acostumbrados
a ello, a manera de serpientes mudábamos los cueros dos veces en el año, y con
el sol y el aire hacíansenos en los pechos y en las espaldas unos empeines muy
grandes, de que recibíamos muy gran pena por razón de las muy grandes cargas
que traíamos, que eran muy pesadas; y hacían que las cuerdas se nos metían por
los brazos. La tierra es tan áspera y tan cerrada, que muchas veces hacíamos
leña en montes, que cuando la acabábamos de sacar nos corría por muchas partes
sangre, de las espinas y matas con que topábamos, que nos rompían por donde
alcanzaban. A las veces aconteció hacer leña donde, después de haberme costado
mucha sangre, no la podía sacar ni a cuestas ni arrastrando. No tenía, cuando
en estos trabajos me veía, otro remedio ni consuelo sino pensar en la pasión de
nuestro redentor Jesucristo y en la sangre que por mí derramó, y considerar
cuánto más sería el tormento que de las espinas él padeció que no aquél que yo
sufría. Contrataba con estos indios haciéndoles peines, y con arcos y con
flechas y con redes hacíamos esteras, que son cosas de que ellos tienen mucha
necesidad; y aunque lo saben hacer, no quieren ocuparse en nada, por buscar
entretanto qué comer, y cuando entienden en esto pasan muy gran hambre. Otras
veces me mandaban raer cueros y ablandarlos. Y la mayor prosperidad en que yo
allí me vi era el día que me daban a raer alguno, porque yo lo raía mucho y
comía de aquellas raeduras, y aquello me bastaba para dos o tres días. También
nos aconteció con estos y con los que atrás hemos dejado, darnos un pedazo de
carne y comérnoslo así crudo, porque si lo pusiéramos a asar, el primer indio
que llegaba se lo llevaba y comía. Parecíanos que no era bien ponerla en esta
ventura y también nosotros no estábamos tales, que nos dábamos pena comerlo
asado, y no lo podíamos tan bien pasar como crudo. Esta es la vida que allí
tuvimos, y aquel poco sustentamiento lo ganábamos con los rescates que por
nuestras manos hicimos. 35.

CAPÍTULO XXIII

Cómo nos partimos después de haber comido los
perros

Después que comimos los perros, pareciéndonos que
teníamos algún esfuerzo para poder ir adelante, encomendámonos a Dios nuestro
Señor para que nos guiase, nos despedimos de aquellos indios, y ellos nos
encaminaron a otros de su lengua que estaban cerca de allí. E yendo por nuestro
camino llovió, y todo aquel día anduvimos con agua, y allende de esto, perdimos
el camino y fuimos a parar a un monte muy grande, y cogimos muchas hojas de
tunas y asámoslas aquella noche en un horno que hicimos, y dímosles tanto
fuego, que a la mañana estaban para comer. Y después de haberlas comido
encomendámonos a Dios y partímonos, y hallamos el camino que perdido habíamos.
Y pasado el monte, hallamos otras casas de indios; y llegados allá, vimos dos
mujeres y muchachos, que se espantaron, que andaban por el monte, y en vernos
huyeron de nosotros y fueron a llamar a los indios que andaban por el monte. Y
venidos, paráronse a mirarnos detrás de unos árboles, y llamámosles y
allegáronse con mucho temor; y después de haberlos hablado, nos dijeron que
tenían mucha hambre, y que cerca de allí estaban muchas casas de ellos propios,
y dijeron que nos llevarían a ellas. Y aquella noche llegamos adonde había
cincuenta casas, y se espantaban de vernos y mostraban mucho temor; y después
que estuvieron algo sosegados de nosotros, allegábannos con las manos al rostro
y al cuerpo, y después traían ellos sus mismas manos por su caras y sus
cuerpos, y así estuvimos aquella noche; y venida la mañana, trajéronnos los
enfermos que tenían rogándonos que los santiguásemos, y nos dieron de lo que
tenían para comer, que eran hojas de tunas y tunas verdes asadas. Y por el buen
tratamiento que nos hacían, y porque aquello que tenían nos lo daban de buena
gana y voluntad, y holgaban de quedar sin comer por dárnoslo, estuvimos con
ellos algunos días. Y estando allí, vinieron otros de más adelante. Cuando se
quisieron partir dijimos a los primeros que nos queríamos ir con aquéllos. A
ellos les pesó mucho, y rogáronnos muy ahincadamente que no nos fuésemos, y al
fin nos despedimos de ellos, y los dejamos llorando por nuestra partida, porque
les pesaba mucho en gran manera.36.

CAPÍTULO XXIV

De las costumbres de los indios de aquella
tierra

Desde la isla de Mal Hado, todos los indios que a esta
tierra vimos tienen por costumbre desde el día que sus mujeres se sienten
preñadas no dormir juntos hasta que pasen dos años que han criado los hijos,
los cuales maman hasta que son de edad de doce años; que ya entonces están en
edad que por sí saben buscar de comer. Preguntámosles que por qué los criaban
así, y decían que por la mucha hambre que en la tierra había, que acontecía
muchas veces, como nosotros veíamos, estar dos o tres días sin comer, y a las
veces cuatro; y por esta causa los dejaban mamar, porque en los tiempos de
hambre no muriesen; y ya que algunos escapasen, saldrían muy delicados y de
pocas fuerzas. Y si acaso acontece caer enfermos algunos, déjanlos morir en
aquellos campos si no es hijo, y todos los demás si no pueden ir con ellos se
quedan; mas para llevar un hijo o hermano, se cargan y lo llevan a cuestas.
Todos éstos acostumbran dejar sus mujeres cuando entre ellos no hay
conformidad, y se tornan a casar con quien quieren. Esto es entre los mancebos,
mas los que tienen hijos permanecen con sus mujeres y no las dejan, y cuando en
algunos pueblos riñen y traban cuestiones unos con otros, apuñéanse y apaléanse
hasta que están muy cansados, y entonces se desparten. Algunas veces los
desparten mujeres, entrando entre ellos, que hombres no entran a despartirlos;
y por ninguna pasión que tengan no meten en ella arcos ni flechas. Y desde que
se han apuñeado y pasado su cuestión, toman sus casas y mujeres, y vanse a
vivir por los campos y apartados de los otros, hasta que se les pasa el enojo.
Y cuando ya están desenojados y sin ira, tórnanse a su pueblo, y de ahí
adelante son amigos como si ninguna cosa hubiera pasado entre ellos, ni es
menester que nadie haga las amistades, porque de esta manera se hacen. Y si los
que riñen no son casados, vanse a otros sus vecinos, y aunque sean sus
enemigos, los reciben bien y se huelgan mucho con ellos, y les dan de lo que
tienen; de suerte que, cuando es pasado el enojo, vuelven a su pueblo y vienen
ricos. Toda es gente de guerra y tienen tanta astucia para guardarse de sus
enemigos como tendrían si fuesen criados en Italia y en continua guerra. Cuando
están en parte que sus enemigos los pueden ofender, asientan sus casas a la
orilla del monte más áspero y de mayor espesura que por allí hallan, y junto a
él hacen un foso, y en éste duermen. Toda la gente de guerra está cubierta con
leña menuda, y hacen sus saeteras, y están tan cubiertos y disimulados, que
aunque estén cabe ellos no los ven, y hacen un camino muy angosto y entra hasta
en medio del monte, y allí hacen lugar para que duerman las mujeres y niños, y
cuando viene la noche encienden lumbres en sus casas para que si hubiere espías
crean que están en ellas, y antes del alba tornan a encender los mismos fuegos;
y si acaso los enemigos vienen a dar en las mismas casas, los que están en el
foso salen a ellos y hacen desde las trincheras mucho daño, sin que los de
fuera los vean ni los puedan hallar. Y cuando no hay montes en que ellos puedan
de esta manera esconderse y hacer sus celadas, asientan en llano en la parte
que mejor les parece y cércanse de trincheras cubiertas de leña menuda y hacen
sus saeteras, con que flechan a los indios, y estos reparos hacen para de
noche. Estando yo con los de aguenes, no estando avisados, vinieron sus
enemigos a media noche y dieron en ellos y mataron tres e hirieron otros
muchos; de suerte que huyeron de sus casas por el monte adelante, y desde que
sintieron que los otros se habían ido, volvieron a ellas y recogieron todas las
flechas que los otros les habían echado, y lo más encubiertamente que pudieron
los siguieron, y estuvieron aquella noche sobre sus casas sin que fuesen
sentidos, y al cuarto del alba les acometieron y les mataron cinco, sin otros
muchos que fueron heridos, y les hicieron huir y dejar sus casas y arcos, con
toda su hacienda. Y de ahí a poco tiempo vinieron las mujeres de los que
llamaban quevenes, y entendieron entre ellos y los hicieron amigos, aunque
algunas veces ellas son principio de la guerra. Todas estas gentes, cuando
tienen enemistades particulares, cuando no son de una familia, se matan de
noche por asechanzas y usan unos con otros grandes crueldades. 37.

CAPÍTULO XXV

Cómo los indios son prestos a un arma

Ésta es la más presta gente para un arma de cuantas yo
he visto en el mundo, porque si se temen de sus enemigos, toda la noche están
despiertos con sus arcos a par de sí y una docena de flechas; el que duerme
tienta su arco, y si no lo halla en cuerda le da la vuelta que ha menester.
Salen muchas veces fuera de las casas bajados por el suelo, de arte que no
pueden ser vistos, y miran y atalayan por todas partes para sentir lo que hay;
y si algo sienten, en un punto son todos en el campo con sus arcos y sus
flechas, y así están hasta el día, corriendo a unas partes y otras, donde ven
que es menester o piensan que pueden estar sus enemigos. Cuando viene el día
tornan a aflojar sus arcos hasta que salen a caza. Las cuerdas de los arcos son
nervios de venados. La manera que tienen de pelear es abajados por el suelo, y
mientras se flechan andan hablando y saltando siempre de un cabo para otro,
guardándose de las flechas de sus enemigos, tanto que en semejantes partes
pueden recibir muy poco daño de ballestas y arcabuces. Antes los indios burlan
de ellos, porque estas armas no aprovechan para ellos en campos llanos, adonde
ellos andan sueltos; son buenas para estrechos y lugares de agua; en todo lo
demás, los caballos son los que han de sojuzgar y lo que los indios
universalmente temen. Quien contra ellos hubiere de pelear ha de estar muy
avisado que no le sientan flaqueza ni codicia de lo que tienen, y mientras
durare la guerra hanlos de tratar muy mal; porque si temor les conocen o alguna
codicia, ella es gente que saben conocer tiempos en que vengarse y toman
esfuerzo del temor de los contrarios. Cuando se han flechado en la guerra y
gastado su munición, vuélvense cada uno su camino sin que los unos sean muchos
y los otros pocos, y ésta es costumbre suya. Muchas veces se pasan de parte a
parte con las flechas y no mueren de las heridas si no toca en las tripas o en
el corazón; antes sanan presto. Ven y oyen más y tienen más agudo sentido que
cuantos hombres yo creo hay en el mundo. Son grandes sufridores de hambre y sed
y de frío, como aquellos que están más acostumbrados y hechos a ello que otros.
Esto he querido contar porque allende que todos los hombres desean saber las
costumbres y ejercicios de los otros, los que algunas veces se vinieren a ver
con ellos estén avisados de sus costumbres y ardides, que suelen no poco
aprovechar en semejantes casos. 38.

CAPÍTULO XXVI

De las naciones y lenguas

También quiero contar sus naciones y lenguas, que desde
la isla de Mal Hado hasta los últimos hay. En la isla de Mal Hado hay dos
lenguas: a los unos llaman de Caoques y a los otros llaman de Han. En la Tierra
Firme, enfrente de la isla, hay otros que se llaman de Chorruco, y toman el
nombre de los montes donde viven. 39.

Adelante, en la costa del mar, habitan otros que se
llaman Doguenes, y enfrente de ellos otros que tienen por nombre los de
Mendica. Más adelante, en la costa, están los quevenes, y enfrente de ellos,
dentro de la Tierra Firme, los mariames; y yendo por la costa adelante, están
otros que se llaman guaycones, y enfrente de éstos, dentro en la Tierra Firme,
los iguaces. Cabo de éstos están otros que se llaman atayos, y detrás de éstos,
otros, acubadaos, y de éstos hay muchos por esta vereda adelante. En la costa
viven otros llamados quitoles, y enfrente de éstos, dentro en la Tierra Firme,
los avavares. Con éstos se juntan los maliacones, y otros cutalchiches, y otros
que se llaman susolas, y otros que se llaman comos, y adelante en la costa
están los camoles, y en la misma costa adelante, otros a quien nosotros
llamamos los de los higos. Todas estas gentes tienen habitaciones y pueblos y
lenguas diversas. Entre éstos hay una lengua en que llaman a los hombres por
mira acá; arre acá; a los perros, xo; en toda la tierra se emborrachan con un
humo, y dan cuanto tienen por él. Beben también otra cosa que sacan de las
hojas de los árboles, como de encina, y tuéstanla en unos botes al fuego, y
después que la tienen tostada hinchan el bote de agua, y así lo tienen sobre el
fuego, y cuando ha hervido dos veces, échanlo en una vasija y están enfriándola
con media calabaza, y cuando está con mucha espuma bébenla tan caliente cuanto
pueden sufrir, y desde que la sacan del bote hasta que la beben están dando
voces, diciendo que ¿quién quiere beber? Y cuando las mujeres oyen estas voces,
luego se paran sin osarse mudar, y aunque estén mucho cargadas, no osan hacer
otra cosa, y si acaso alguna de ellas se mueve, la deshonran y la dan de palos,
y con muy gran enojo derraman el agua que tienen para beber, y la que han
bebido la tornan a lanzar, lo cual ellos hacen muy ligeramente y sin pena
alguna. La razón de la costumbre dan ellos, y dicen que si cuando ellos quieren
beber aquella agua las mujeres se mueven de donde les toma la voz, que en
aquella agua se les mete en el cuerpo una cosa mala y que dende a poco les hace
morir, y todo el tiempo que el agua está cociendo ha de estar el bote tapado, y
si acaso está destapado y alguna mujer pasa, lo derraman y no beben más de
aquella agua; es amarilla y están bebiéndola tres días sin comer, y cada día
bebe cada uno una arroba y media de ella, y cuando las mujeres están en su
costumbre no buscan de comer más de para sí solas, porque ninguna otra persona
come de lo que ellas traen. En el tiempo que así estaba, entre éstos vi una
diablura, y es que vi un hombre casado con otro, y éstos son unos hombres
amarionados, impotentes, y andan tapados como mujeres y hacen oficio de
mujeres, y tiran arco y llevan muy gran carga, y entre éstos vimos muchos de
ellos así amarionados como digo, y son más membrudos que los otros hombres y
más altos; sufren muy grandes cargas. 40.

CAPÍTULO XXVII

De cómo nos mudamos y fuimos bien
recibidos

Después que nos partimos de los que dejamos llorando,
fuímonos con los otros a sus casas, y de los que en ellas estaban fuimos bien
recibidos y trajeron sus hijos para que les tocásemos las manos, y dábannos
mucha harina de mezquiquez. Este mezquiquez es una fruta que cuando está en el
árbol es muy amarga, y es de la manera de algarrobas, y cómese con tierra, y
con ella está dulce y bueno de comer. La manera que tienen con ella es ésta:
que hacen un hoyo en el suelo, de la hondura que cada uno quiere, y después de
echada la fruta en este hoyo, con un palo tan gordo como la pierna y de braza y
media en largo, la muelen hasta muy molida; y demás que se le pega de la tierra
del hoyo, traen otros puños y échanla en el hoyo y tornan otro rato a moler, y
después échanla en una vasija de madera de una espuerta, y échanle tanta agua
que basta a cubrirla, de suerte que quede agua por cima, y el que la ha molido
pruébala, y si le parece que no está dulce, pide tierra y revuélvela con ella,
y esto hace hasta que la halla dulce, y siéntanse todos alrededor y cada uno
mete la mano y saca lo que puede, y las pepitas de ellas tornan a echar en
aquella espuerta, y echa agua como de primero, y tornan a exprimir el zumo y
agua que de ello sale, y las pepitas y cáscaras tornan a poner en el cuero y de
esta manera hacen tres o cuatro veces cada moledura. Y los que en este
banquete, que para ellos es muy grande, se hallan, quedan las barrigas muy
grandes, de la tierra y agua que han bebido; y de esto nos hicieron los indios
muy gran fiesta, y hubo entre ellos muy grandes bailes y areitos en tanto que
allí estuvimos. Y cuando de noche dormíamos, a la puerta del rancho donde
estábamos nos velaban a cada uno de nosotros seis hombres con gran cuidado, sin
que nadie nos osase entrar dentro hasta que el sol era salido. Cuando nosotros
nos quisimos partir de ellos, llegaron allí unas mujeres de otros que vivían
adelante; e informados de ellas dónde estaban aquellas casas, nos partimos para
allá, aunque ellos nos rogaron mucho que por aquel día nos detuviésemos, porque
las casas adonde íbamos estaban lejos, y no había camino para ellas, y que
aquellas mujeres venían cansadas, y descansando, otro día se irían con nosotros
y nos guiarían, y así nos despedimos. Y dende a poco las mujeres que habían
venido con otras del mismo pueblo, se fueron tras nosotros; mas como por la
tierra no había caminos, luego nos perdimos, y así anduvimos cuatro leguas, y
al cabo de ellas llegamos a beber a un agua adonde hallamos las mujeres que nos
seguían, y nos dijeron el trabajo que habían pasado por alcanzarnos. Partimos
de allí llevándolas por guía, y pasamos un río cuando ya vino la tarde que nos
daba el agua a los pechos; sería tan ancho como el de Sevilla, y corría muy
mucho, y a puesta de sol llegamos a cien casas de indios; y antes que
llegásemos salió toda la gente que en ellas había a recibirnos con tanta grita
que era espanto, y dando en los muslos grandes palmadas; traían las calabazas
horadadas, con piedras dentro, que es la cosa de mayor fiesta, y no las sacan
sino a bailar o para curar, ni las osa nadie tomar sino ellos; y dicen que
aquellas calabazas tienen virtud y que vienen del cielo, porque por aquella
tierra no las hay, ni saben dónde las haya, sino que las traen los ríos cuando
vienen de avenida. Era tanto el miedo y turbación que éstos tenían, que por
llegar más prestos los unos que los otros a tocarnos, nos apretaron tanto que
por poco nos hubieran de matar; y sin dejarnos poner los pies en el suelo nos
llevaron a sus casas, y tantos cargaban sobre nosotros y de tal manera nos
apretaban, que nos metimos en las casas que nos tenían hechas, y nosotros no
consentimos en ninguna manera que aquella noche hiciesen más fiesta con
nosotros. Toda aquella noche pasaron entre sí en areitos y bailes, y otro día
de mañana nos trajeron toda la gente de aquel pueblo para que los tocásemos y
santiguásemos, como habíamos hecho a los otros con quien habíamos estado. Y
después de esto hecho, dieron muchas flechas a las mujeres del otro pueblo que
habían venido con las suyas. Otro día partimos de allí y toda la gente del
pueblo fue con nosotros, y como llegamos a otros indios, fuimos bien recibidos,
como de los pasados; y así nos dieron de lo que tenían y los venados que aquel
día habían muerto. Y entre éstos vimos una nueva costumbre, y es que los que
venían a curarse, los que con nosotros estaban les tomaban el arco y las
flechas; y zapatos y cuentas, si las traían; y después de haberlas tomado nos
las traían delante de nosotros para que los curásemos; y curados se iban muy
contentos, diciendo que estaban sanos. Así nos partimos de aquéllos y nos
fuimos a otros de quien fuimos muy bien recibidos, y nos trajeron sus enfermos,
que santiguándolos decían que estaban sanos; y el que no sanaba creía que
podíamos sanarle, y con lo que los otros que curábamos les decían, hacían
tantas alegrías y bailes que no nos dejaban dormir. 41.

CAPÍTULO XXVIII

De otra nueva costumbre

Partidos de éstos, fuimos a otras muchas casas, y desde
aquí comenzó otra nueva costumbre, y es que, recibiéndonos muy bien, que los
que iban con nosotros los comenzaron a hacer tanto mal, que les tomaban las
haciendas y les saqueaban las casas, sin que otra cosa ninguna les dejasen. De
esto nos pesó mucho, por ver el mal tratamiento que a aquéllos que tan bien
nos recibían se hacía, y también porque temíamos que aquello sería o causaría
alguna alteración o escándalo entre ellos; mas como no éramos parte para
remediarlo, ni para osar castigar los que esto hacían y hubimos por entonces de
sufrir, hasta que más autoridad entre ellos tuviésemos; y también los indios
mismos que perdían la hacienda, conociendo nuestra tristeza, nos consolaron,
diciendo que de aquello no recibiésemos pena; que ellos estaban tan contentos
de habernos visto, que daban por bien empleadas sus haciendas, y que adelante
serían pagados de otros que estaban muy ricos. Por todo este camino teníamos
muy gran trabajo, por la mucha gente que nos seguía, y no podíamos huir de
ella, aunque lo procurábamos, porque era muy grande la prisa que tenían por
llegar a tocarnos; y era tanta la importunidad de ellos sobre esto, que pasaban
tres horas que no podíamos acabar con ellos que nos dejasen. Otro día nos
trajeron toda la gente del pueblo, y la mayor parte de ellos son tuertos de
nubes, y otros de ellos son ciegos de ellas mismas, de que estábamos
espantados. Son muy bien dispuestos y de muy buenos gestos, más blancos que
otros ningunos de cuantos hasta allí habíamos visto. Aquí empezamos a ver
sierras, y parecía que venían seguidas de hacia el mar del Norte; y así, por la
relación que los indios de esto nos dieron, creemos que están quince leguas de
la mar. De aquí nos partimos con estos indios hacia estas sierras que decimos,
y lleváronnos por donde estaban unos parientes suyos, porque ellos no nos
querían llevar sino por donde habitaban sus parientes, y no querían que sus
enemigos alcanzasen tanto bien, como les parecía que era vernos. Y cuando
fuimos llegados, los que con nosotros iban saquearon a los otros; y como sabían
la costumbre, primero que llegásemos escondieron algunas cosas; y después que
nos hubieron recibido con mucha fiesta y alegría, sacaron lo que habían
escondido y viniéronnoslo a presentar, y esto era cuentas y almagra y algunas
taleguillas de plata. Nosotros, según la costumbre, dímoslo luego a los indios
que con nosotros venían, y cuando nos lo hubieron dado, comenzaron sus bailes y
fiestas, y enviaron a llamar otros de otro pueblo que estaba cerca de allí,
para que nos viniesen a ver, y a la tarde vinieron todos, y nos trajeron
cuentas y arcos, y otras cosillas, que también repartimos. Y otro día,
queriéndonos partir, toda la gente nos quería llevar a otros amigos suyos que
estaban a la punta de las sierras, y decían que allí había muchas casas y
gente, y que nos darían muchas cosas; mas por ser fuera de nuestro camino no
quisimos ir a ellos, y tomamos por lo llano cerca de las sierras, las cuales
creíamos que no estaban lejos de la costa. Toda la gente de ella es muy mala, y
teníamos por mejor de atravesar la tierra, porque la gente que está metida
adentro es más bien acondicionada, y tratábannos mejor, y teníamos por cierto
que hallaríamos la tierra más poblada y de mejores mantenimientos. Lo último,
hacíamos esto porque, atravesando la tierra, veíamos muchas particularidades de
ella; porque si Dios nuestro Señor fuese servido de sacar alguno de nosotros,
y traerlo a tierra de cristianos, pudiese dar nuevas y relación de ella. Y como
los indios vieron que estábamos determinados de no ir por donde ellos nos
encaminaban, dijéronnos que por donde nos queríamos ir no había gente, ni
tunas ni otra cosa alguna que comer, y rogáronnos que estuviésemos allí aquel
día, y así lo hicimos. Luego ellos enviaron dos indios para que buscasen gente
por aquel camino que queríamos ir; y otro día nos partimos, llevando con
nosotros muchos de ellos, y las mujeres iban cargadas de agua, y era tan
grande entre ellos nuestra autoridad, que ninguno osaba beber sin nuestra
licencia. Dos leguas de allí topamos los indios que habían ido a buscar la
gente, y dijeron que no la hallaban; de lo que los indios mostraron pesar, y
tomáronnos a rogar que nos fuésemos por la sierra. No lo quisimos hacer, y
ellos, como vieron nuestra voluntad, aunque con mucha tristeza, se despidieron
de nosotros, y se volvieron el río abajo a sus casas, y nosotros caminamos por
el río arriba, y desde a un poco topamos dos mujeres cargadas, que como nos
vieron, pararon y descargáronse, y trajéronnos de lo que llevaban, que era
harina de maíz, y nos dijeron que adelante en aquel río hallaríamos casas y
muchas tunas y de aquella harina. Y así nos despedimos de ellas, porque iban a
los otros donde habíamos partido, y anduvimos hasta puesta de sol, y llegamos a
un pueblo de hasta veinte casas, adonde nos recibieron llorando y con grande
tristeza, porque sabían ya que adonde quiera que llegábamos eran todos
saqueados y robados de los que nos acompañaban, y como nos vieron solos,
perdieron el miedo, y diéronnos tunas, y no otra cosa ninguna. Estuvimos allí
aquella noche, y al alba los indios que nos habían dejado el día pasado dieron
en sus casas, y como los tomaron descuidados y seguros, tomáronles cuanto
tenían, sin que tuviesen lugar donde esconder ninguna cosa; de que ellos
lloraron mucho; y los robadores, para consolarles, les decían que éramos hijos
del sol, y que teníamos poder para sanar los enfermos y para matarlos, y otras
mentiras aún mayores que éstas, como ellos las saben mejor hacer cuando sienten
que les conviene. Y dijéronles que nos llevasen con mucho acatamiento, y
tuviesen cuidado de no enojarnos en ninguna cosa, y que nos diesen todo cuanto
tenían, y procurasen de llevarnos donde había mucha gente, y que donde
llegásemos robasen ellos y saqueasen lo que los otros tenían, porque así era
costumbre. 42.

CAPÍTULO XXIX

De cómo se robaban los unos a los otros

Después de haberlos informado y señalado bien lo que
habían de hacer, se volvieron, y nos dejaron con aquéllos; los cuales, teniendo
en la memoria lo que los otros les habían dicho, nos comenzaron a tratar con
aquel mismo temor y reverencia que los otros, y fuimos con ellos tres jornadas,
y lleváronnos adonde había mucha gente. Y antes que llegásemos a ellos avisaron
cómo íbamos, y dijeron de nosotros todo lo que los otros les habían enseñado, y
añadieron mucho más, porque toda esta gente de indios son grandes amigos de
novelas y muy mentirosos, mayormente donde pretenden algún interés. Y cuando
llegamos cerca de las casas, salió toda la gente a recibirnos con mucho placer
y fiesta, y entre otras cosas dos físicos de ellos nos dieron dos calabazas, y
de aquí comenzamos a llevar calabazas con nosotros, y añadimos a nuestra
autoridad esta ceremonia, que para con ellos es muy grande. Los que nos habían
acompañado saquearon las casas; mas, como eran muchas y ellos pocos, no
pudieron llevar todo cuanto tomaron, y más de la mitad dejaron perdido; y de
aquí por la halda de la sierra nos fuimos metiendo por la tierra adentro más de
cincuenta leguas, y al cabo de ellas hallamos cuarenta casas, y entre otras
cosas que nos dieron, hubo Andrés Dorantes un cascabel gordo, grande, de cobre,
y en él figurado un rostro, y esto mostraban ellos, que lo tenían en mucho, y
les dijeron que lo habían habido de otros sus vecinos; y preguntándoles que
dónde habían habido aquello, dijéronle que lo habían traído de hacia el norte,
y que allí había mucho, y era tenido en gran estima; y entendimos que do quiera
que aquello había venido, había fundición y se labraba de vaciado, y con esto
nos partimos otro día, y atravesamos una sierra de siete leguas, y las piedras
de ella eran de escorias de hierro; y a la noche llegamos a muchas casas que
estaban asentadas a la ribera de un muy hermoso río, y los señores de ellas
salieron a medio camino a recibirnos con sus hijos a cuestas, y nos dieron
muchas taleguillas de margarita y de alcohol molido, con esto se untan ellos la
cara; y dieron muchas cuentas, y muchas mantas de vaca, y cargaron a todos los
que venían con nosotros de todo cuanto ellos tenían. Comían tunas y piñones;
hay por aquella tierra pinos chicos, y las piñas de ellos son como huevos
pequeños, mas los piñones son mejores que los de Castilla, porque tienen las
cáscaras muy delgadas. Cuando están verdes, muélenlos y hácenlos pellas, y así
los comen; y si están secos los muelen con cáscaras, y los comen hechos polvos.
Y los que por allí nos recibían, desde que nos habían tocado, volvían corriendo
hasta sus casas, y luego daban vuelta a nosotros, y no cesaban de correr, yendo
y viniendo. De esta manera traíamos muchas cosas para el camino. Aquí me
trajeron un hombre, y me dijeron que había mucho tiempo que le habían herido
con una flecha por la espalda derecha, y tenía la punta de la flecha sobre el
corazón. Decía que le daba mucha pena, y que por aquella causa siempre estaba
enfermo. Yo lo toqué, y sentí la punta de la flecha, y vi que la tenía
atravesada por la ternilla, y con un cuchillo que tenía le abrí el pecho hasta
aquel lugar, y vi que tenía la punta atravesada, y estaba muy mala de sacar;
torné a cortar más, y metí la punta del cuchillo, y con gran trabajo en fin la
saqué. Era muy larga, y con un hueso de venado, usando de mi oficio de
medicina, le di dos puntos; y dados, se me desangraba, y con raspa de un cuero
le estanqué la sangre; y cuando hube sacado la punta, pidiéronmela, y yo se la
di, y el pueblo todo vino a verla, y la enviaron por la tierra adentro, para
que la viesen los que allá estaban, y por esto hicieron muchos bailes y
fiestas, como ellos suelen hacer. Y otro día le corté los dos puntos al indio,
y estaba sano; y no parecía la herida que le había hecho sino como una raya de
la palma de la mano, y dijo que no sentía dolor ni pena alguna; y esta cura nos
dio entre ellos tanto crédito por toda la tierra, cuanto ellos podían y sabían
estimar y encarecer. Mostrámosles aquel cascabel que traíamos, y dijéronnos que
en aquel lugar de donde aquél había venido había muchas planchas de aquellas
enterradas, y que aquello era cosa que ellos tenían en mucho; y había casas de
asiento, y esto creemos nosotros que es la mar del Sur, que siempre tuvimos
noticia que aquella mar es más rica que la del Norte. De estos nos partimos y
anduvimos por tantas suertes de gentes y de tan diversas lenguas, que no
basta memoria a poderlas contar, y siempre saqueaban los unos a los otros; y
así los que perdían como los que ganaban, quedaban muy contentos. Llevábamos
tanta compañía, que en ninguna manera podíamos valernos con ellos. Por aquellos
valles donde íbamos, cada uno de ellos llevaba un garrote tan largo como tres
palmos, y todos iban en ala; y en saliendo alguna liebre (que por allí había
hartas), cercábanla luego, y caían tantos garrotes sobre ella, que era cosa de
maravilla, y de esta manera la hacían andar de unos para otros, que a mi ver
era la más hermosa caza que se podía pensar, porque muchas veces ellas se
venían hasta las manos. Y cuando a la noche parábamos, eran tantas las que nos
habían dado, que traía cada uno de nosotros ocho o diez cargas de ellas; y los
que traían arcos no parecían delante de nosotros, antes se apartaban por la
sierra a buscar venados; y a la noche cuando venían, traían para cada uno de
nosotros cinco o seis venados, y pájaros y codornices, y otras cazas;
finalmente, todo cuanto aquella gente hallaban y mataban nos lo ponían delante,
sin que ellos osasen tomar ninguna cosa, aunque muriesen de hambre; que así lo
tenían ya por costumbre después que andaban con nosotros, y sin que primero lo
santiguásemos; y las mujeres traían muchas esteras, de que ellos nos hacían
casas, para cada uno la suya aparte, y con toda su gente conocida; y cuando
esto era hecho, mandábamos que asasen aquellos venados y liebres, y todo lo que
habían tomado, y esto también se hacía muy presto en unos hornos que para esto
ellos hacían; y de todo ello nosotros tomábamos un poco, y lo otro dábamos al
principal de la gente que con nosotros venía, mandándole que lo repartiese
entre todos. Cada uno con la parte que le cabía venían a nosotros para que la
soplásemos y santiguásemos, que de otra manera no osaran comer de ella; y
muchas veces traíamos con nosotros tres o cuatro mil personas. Y era tan grande
nuestro trabajo, que a cada uno habíamos de soplar y santiguar lo que habían de
comer y beber, y para otras muchas cosas que querían hacer nos venían a pedir
licencia, de que se puede ver qué tanta importunidad recibíamos. Las mujeres
nos traían las tunas y arañas y gusanos, y lo que podían haber; porque aunque
se muriesen de hambre, ninguna cosa habían de comer sin que nosotros la
diésemos. E yendo con éstos, pasamos un gran río, que venía del norte; y
pasados unos llanos de treinta leguas, hallamos mucha gente que lejos de allí
venían a recibirnos, y salían al camino por donde habíamos de ir, y nos
recibieron de la manera de los pasados. 43.

CAPÍTULO XXX

De cómo se mudó la costumbre de recibirnos

Desde aquí hubo otra manera de recibirnos, en cuanto
toca al saquearse, porque los que salían de los caminos a traernos alguna cosa
a los que con nosotros venían no los robaban; mas después de entrados en sus
casas, ellos mismos nos ofrecían cuanto tenían, y las casas con ellos. Nosotros
las dábamos a los principales, para que entre ellos las partiesen, y siempre
los que quedaban despojados nos seguían, de donde crecía mucha gente para
satisfacerse de su pérdida; y decíanles que se guardasen y no escondiesen cosa
alguna de cuantas tenían, porque no podía ser sin que nosotros lo supiésemos, y
haríamos luego que todos muriesen, porque el sol nos lo decía. Tan grandes eran
los temores que les ponían, que los primeros días que con nosotros estaban,
nunca estaban sino temblando y sin osar hablar ni alzar los ojos al cielo.
Estos nos guiaron por más de cincuenta leguas de despoblado de muy ásperas
sierras, y por ser tan secas no había caza en ellas, y por esto pasamos mucha
hambre, y al cabo de un río muy grande, que el agua nos daba hasta los pechos,
y desde aquí nos comenzó mucha de la gente que traíamos a adolecer de la mucha
hambre y trabajo que por aquellas sierras habían pasado, que por extremo eran
agras y trabajosas. Estos mismos nos llevaron a unos llanos al cabo de las
sierras, donde venían a recibirnos de muy lejos de allí, y nos recibieron como
los pasados, y dieron tanta hacienda a los que con nosotros venían, que por no
poderla llevar dejaron a la mitad, y dijimos a los indios que lo habían dado
que lo tornasen a tomar y lo llevasen, porque no quedase allí perdido; y
respondieron que en ninguna manera lo harían, porque no era su costumbre,
después de haber una vez ofrecido, tornarlo a tomar; y así, no lo teniendo en
nada, lo dejaron todo perder. A éstos dijimos que queríamos ir a la puesta de
sol, y ellos respondiéronnos que por allí estaba la gente muy lejos, y nosotros
les mandábamos que enviasen a hacerles saber cómo nosotros íbamos allá, y de
esto cusaron lo mejor que ellos podían, porque ellos eran sus enemigos, y no
querían que fuésemos a ellos; mas no osaron hacer otra cosa. Y así, enviaron
dos mujeres, una suya, y otra que de ellos tenían cautiva; y enviaron éstas
porque las mujeres pueden contratar aunque haya guerra. Y nosotros las
seguimos, y paramos en un lugar donde estaba concertado que las esperásemos;
mas ellas tardaron cinco días; y los indios decían que no debían de hallar
gente. Dijímosles que nos llevasen hacia el Norte; respondieron de la misma
manera, diciendo que por allí no había gente sino muy lejos, y que no había qué
comer ni se hallaba agua. Y con todo esto, nosotros porfiamos y dijimos que por
allí queríamos ir, y ellos todavía se excusaban de la mejor manera que podían,
y por esto nos enojamos, y yo me salí una noche a dormir en el campo, apartado
de ellos; mas luego fueron donde yo estaba, y toda la noche estuvieron sin
dormir y con mucho miedo y hablándome y diciéndome cuán atemorizados estaban
rogándonos que no estuviésemos más enojados, y que aunque ellos supiesen morir
en el camino, nos llevarían por donde nosotros quisiésemos ir. Y como nosotros
todavía fingíamos estar enojados y porque su miedo no se quitase, sucedió una
cosa extraña, y fue que este día mismo adolecieron muchos de ellos, y otro día
siguiente murieron ocho hombres. Por toda la tierra donde esto se supo hubieron
tanto miedo de nosotros, que parecía en vernos que de temor habían de morir.
Rogáronnos que no estuviésemos enojados, ni quisiésemos que más de ellos
muriesen, y tenían por muy cierto que nosotros los matábamos con solamente
quererlo. Y a la verdad, nosotros recibíamos tanta pena de esto, que no podía
ser mayor; porque, allende de ver los que morían, temíamos que no muriesen
todos o nos dejasen solos, de miedo, y todas las otras gentes de ahí adelante
hiciesen lo mismo, viendo lo que a estos había acontecido. Rogamos a Dios
nuestro Señor que lo remediase, y así comenzaron a sanar todos aquéllos que
habían enfermado, y vimos una cosa que fue de grande admiración: que los padres
y hermanos y mujeres de los que murieron, de verlos en aquel estado tenían gran
pena; y después de muertos, ningún sentimiento hicieron, ni los vimos llorar,
ni hablar unos con otros, ni hacer otra ninguna muestra, ni osaban llegar a
ellos, hasta que nosotros los mandábamos llevar a enterrar, y más de quince
días que con aquéllos estuvimos a ninguno vimos hablar uno con otro, ni los
vimos reír ni llorar a ninguna criatura; antes, porque una lloró, la llevaron
muy lejos de allí, y con unos dientes de ratón agudos la sajaron desde los
hombros hasta casi todas las piernas. Y yo, viendo esta crueldad y enojado de
ello, les pregunté por qué lo hacían, y respondiéronme que para castigarla
porque había llorado delante de mí. Todos estos temores que ellos tenían ponían
a todos los otros que nuevamente venían a conocernos, a fin que nos diesen todo
cuanto tenían, porque sabían que nosotros no tomábamos nada y lo habíamos de
dar todo a ellos. Esta fue la más obediente gente que hallamos por esta tierra,
y de mejor condición; y comúnmente son muy dispuestos. Convalecidos los
dolientes, y ya que había tres días que estábamos allí, llegaron las mujeres
que habíamos enviado, diciendo que habían hallado muy poca gente, y que todos
habían ido a las vacas, que era tiempo de ellas. Y mandamos a los que habían
estado enfermos que se quedasen, y los que estuviesen buenos fuesen con
nosotros, y que dos jornadas de allí, aquellas mismas dos mujeres irían con dos
de nosotros a sacar gente y traerla al camino para que nos recibiesen; y con
esto, otro día de mañana todos los que más recios estaban partiendo con
nosotros, y a tres jornadas paramos, y el siguiente día partió Alonso del
Castillo con Estebanico el negro, llevando por guía a las dos mujeres; y la que
de ellas era cautiva los llevó a un río que corría entre unas sierras donde
estaba un pueblo en que su padre vivía, y éstas fueron las primeras casas que
vimos que tuviesen parecer y manera de ello. Aquí llegaron Castillo y
Estebanico y, después de haber hablado con los indios, a cabo de tres días vino
Castillo adonde nos había dejado, y trajo cinco o seis de aquellos indios, y
dijo cómo había hallado casas de gente y de asiento, y que aquella gente comía
frísoles y calabazas, y que había visto maíz. Esta fue la cosa del mundo que
más nos alegró, y por ello dimos infinitas gracias a nuestro Señor; y dijo que
el negro venía con toda la gente de las casas a esperar al camino, cerca de
allí; y por esta causa partimos; y andada legua y media, topamos con el negro y
la gente que venían a recibirnos, y nos dieron frísoles y muchas calabazas para
comer y para traer agua, y mantas de vacas, y otras cosas. Y como estas gentes
y las que con nosotros venían eran enemigos no se entendían, partímonos de los
primeros dándoles lo que nos habían dado, y fuímonos con estos; y a seis leguas
de allí, ya que venía la noche, llegamos a sus casas, donde hicieron muchas
fiestas con nosotros. Aquí estuvimos un día, y el siguiente nos partimos, y
llevárnoslos con nosotros a otras casas de asiento, donde comían lo mismo que
ellos. Y de ahí adelante hubo otro nuevo uso: que los que sabían de nuestra ida
no salían a recibirnos a los caminos, como los otros hacían; antes los
hallábamos en sus casas, y tenían hechas otras para nosotros, y estaban todos
asentados, y todos tenían vueltas las caras hacia la pared y las cabezas bajas
y los cabellos puestos delante de los ojos, y su hacienda puesta en montón en
medio de la casa; y de aquí en adelante comenzaron a darnos muchas mantas de
cueros, y no tenían cosa que no nos diesen. Es la gente de mejores cuerpos que
vimos, y de mayor viveza y habilidad y que mejor nos entendían y respondían en
lo que preguntábamos; y llamámoslos de las Vacas, porque la mayor parte que de
ellas muere es cerca de allí; y porque aquel río arriba más de cincuenta
leguas, van matando muchas de ellas. Esta gente andan del todo desnudos, a la
manera de los primeros que hallamos. Las mujeres andan cubiertas con unos
cueros de venado, y algunos pocos hombres, señaladamente los que son viejos,
que no sirven para la guerra. Es tierra muy poblada. Preguntámosles cómo no
sembraban maíz; respondiéronnos que lo hacían por no perder lo que sembrasen,
porque dos años arreo les había faltado las aguas, y había sido el tiempo tan
seco, que a todos les habían perdido los maíces los topos, y que no osarían
tornar a sembrar sin que primero hubiese llovido mucho; y rogábannos que
dijésemos al cielo que lloviese y se lo rogásemos, y nosotros se lo prometimos
de hacerlo así. También nosotros quisimos saber de dónde habían traído aquel
maíz, y ellos nos dijeron que de donde el sol se ponía, y que lo había por toda
aquella tierra; mas que lo más cerca de allí era por aquel camino.
Preguntámosles por dónde iríamos bien, y que nos informasen del camino, porque
no querían ir allá; dijéronnos que el camino era por aquel río arriba hacia el
Norte, y que en diez y siete jornadas no hallaríamos otra cosa ninguna que
comer, sino una fruta que llaman chacan, y que la machucan entre unas piedras y
aún después de hecha esta diligencia no se puede comer, de áspera y seca; y así
era la verdad, porque allí nos lo mostraron y no lo pudimos comer, y dijéronnos
también que entretanto que nosotros fuésemos por el río arriba, iríamos siempre
por gente que eran sus enemigos y hablaban su misma lengua, y que no tenían que
darnos cosa a comer; mas que nos recibirían de muy buena voluntad, y que nos
darían muchas mantas de algodón y cueros y otras cosas de las que ellos tenían;
mas que todavía les parecía que en ninguna manera no debíamos tomar aquel
camino. Dudando lo que haríamos, y cuál camino tomaríamos que más a nuestro
propósito y provecho fuese, nosotros nos detuvimos con ellos dos días. Dábannos
a comer frísoles y calabazas; la manera de cocerlas es tan nueva, que por ser
tal, yo la quise aquí poner, para que se vea y se conozca cuán diversos y
extraños son los ingenios e industrias de los hombres humanos. Ellos no
alcanzan ollas, y para cocer lo que ellos quieren comer hinchan media calabaza
grande de agua, y en el fuego echan muchas piedras de las que más fácilmente
ellos pueden encender, y toman el fuego; y cuando ven que están ardiendo
tómanlas con unas tenazas de palo, y échanlas en aquella agua que está en la
calabaza, hasta que la hacen hervir con el fuego que las piedras llevan, y
cuando ven que el agua hierve, echan en ella lo que han de cocer, y en todo
este tiempo no hacen sino sacar unas piedras y echar otras ardiendo para que el
agua hierva para cocer lo que quieren, y así lo cuecen.44.

CAPÍTULO XXXI

De cómo seguimos el camino del maíz

Pasados dos días que allí estuvimos, determinamos de ir
a buscar el maíz, y no quisimos seguir el camino de las Vacas, porque es hacia
el Norte, y esto era para nosotros muy gran rodeo, porque siempre tuvimos por
cierto que yendo la puesta de sol habíamos de hallar lo que deseábamos; y así,
seguimos nuestro camino, y atravesamos toda la tierra hasta salir a la mar del
Sur; y no bastó a estorbarnos esto el temor que nos ponían de la mucha hambre
que habíamos de pasar, como a la verdad la pasamos, por todas las diez y siete
jornadas que nos habían dicho. Por todas ellas el río arriba nos dieron muchas
mantas de vacas, y no comimos de aquélla su fruta, mas nuestro mantenimiento
era cada día tanto como una mano de unto de venado, que para estas necesidades
procurábamos siempre de guardar, y así pasamos todas las diez y siete jornadas,
y al cabo de ellas atravesamos el río y caminamos otras diez y siete. A la
puesta de sol, por unos llanos, y entre unas sierras muy grandes que allí se
hacen, allí hallamos una gente que la tercera parte del año no comen sino unos
polvos de paja; y por ser aquel tiempo cuando nosotros por allí caminamos,
hubímoslo también de comer hasta que, acabadas estas jornadas, hallamos casas
de asiento, adonde había mucho maíz allagado, y de ello y de su harina nos
dieron mucha cantidad, y de calabazas y frísoles y mantas de algodón, y de todo
cargamos a los que allí nos habían traído, y con esto se volvieron los más
contentos del mundo. Nosotros dimos muchas gracias a Dios nuestro Señor por
habernos traído allí, donde habíamos hallado tanto mantenimiento. 45.

Entre estas casas había algunas de ellas que eran de
tierra, y las otras todas son de estera de cañas; y de aquí pasamos más de cien
leguas de tierra, y siempre hallamos casas de asiento, y mucho mantenimiento
de maíz, y frísoles, y dábannos muchos venados y muchas mantas de algodón,
mejores que las de la Nueva España. Dábannos también muchas cuentas y de unos
corales que hay en la mar del Sur, muchas turquesas muy buenas que tienen de
hacia el Norte; y finalmente, dieron aquí todo cuanto tenían, y a mí me
dieron cinco esmeraldas hechas puntas de flechas, y con estas flechas hacen
ellos sus areitos y bailes. Y pareciéndome a mí que eran muy buenas, les pregunté de dónde las habían habido, y dijeron que las traían de unas sierras muy
altas que están hacia el Norte, y las compraban a trueco de penachos y plumas
de papagayos, y decían que había allí pueblos de mucha gente y casas muy
grandes. Entre éstos vimos las mujeres más honestamente tratadas que a ninguna
parte de Indias que hubiésemos visto. Traen unas camisas de algodón, que llegan
hasta las rodillas, y unas medias mangas encima de ellas, de unas faldillas de
cuero de venado sin pelo, que tocan en el suelo, y enjabónanlas con unas raíces
que limpian mucho, y así las tienen muy bien tratadas; son abiertas por delante
y cerradas con unas correas; andan calzados con zapatos. Toda esta gente venía
a nosotros a que los tocásemos y santiguásemos; y eran en esto tan importunos,
que con gran trabajo lo sufríamos, porque dolientes y sanos, todos querían ir
santiguados. Acontecía muchas veces que de las mujeres que con nosotros iban
parían algunas, y luego en naciendo nos traían la criatura a que la
santiguásemos y tocásemos. Acompañábannos siempre hasta dejarnos entregados a
otros, y entre todas estas gentes se tenía por muy cierto que veníamos del
cielo. Entretanto que con éstos anduvimos caminamos todo el día sin comer hasta
la noche, y comíamos tan poco, que ellos se espantaban de verlo. Nunca nos
sintieron cansancio, y a la verdad nosotros estábamos tan hechos al trabajo,
que tampoco lo sentíamos. Teníamos con ellos mucha autoridad y gravedad, y para
conservar esto, les hablábamos pocas veces. El negro les hablaba siempre; se
informaba de los caminos que queríamos ir y los pueblos que había y de las
cosas que queríamos saber. Pasamos por gran número y diversidades de lenguas;
con todas ellas Dios nuestro Señor nos favoreció, porque siempre nos
entendieron y les entendimos. Y así, preguntábamos y respondían por señas, como
si ellos hablaran nuestra lengua y nosotros la suya; porque, aunque sabíamos
seis lenguas, no nos podíamos en todas partes aprovechar de ellas, porque
hallamos más de mil diferencias. Por todas estas tierras, los que tenían
guerras con los otros se hacían luego amigos para venirnos a recibir y traernos
todo cuanto tenían, y de esta manera dejamos toda la tierra en paz, y
dijimosles, por las señas porque nos entendían, que en el cielo había un
hombre que llamábamos Dios, el cual había criado el cielo y la tierra, y que
Éste adorábamos nosotros y teníamos por Señor, y que hacíamos lo que nos
mandaba, y que de su mano venían todas las cosas buenas, y que si así ellos lo
hiciesen, les iría muy bien de ello; y tan grande aparejo hallamos en ellos,
que si lengua hubiera con que perfectamente nos entendiéramos, todos los
dejáramos cristianos. Esto les dimos a entender lo mejor que pudimos, y de ahí
adelante, cuando el sol salía, con muy gran grita abrían las manos juntas al
cielo, y después las traían por todo el cuerpo, y otro tanto hacían cuando se
ponía. Es gente bien acondicionada y aprovechada para seguir cualquier cosa
bien aparejada. 46.

CAPÍTULO XXXII

De cómo nos dieron los corazones de los
venados

En el pueblo donde nos dieron las esmeraldas dieron a
Dorantes más de seiscientos corazones de venados, abiertos, de que ellos tienen
siempre mucha abundancia para su mantenimiento, y por esto le pusimos nombre al
pueblo de los Corazones, y por él es la entrada para muchas provincias que
están a la mar del Sur; y si los que le fueren a buscar por aquí no entraren se
perderán, porque la costa no tiene maíz, y comen polvo de bledo y de paja y de
pescado que toman en la mar con balsas, porque no alcanzan canoas. Las mujeres
cubren sus vergüenzas con yerba y paja. Es gente muy apocada y triste. Creemos
que cerca de la costa, por la vía de aquellos pueblos que nosotros trajimos,
hay más de mil leguas de tierra poblada, y tienen mucho mantenimiento, porque
siembran tres veces en el año frísoles y maíz. Hay tres maneras de venados: los
de la una de ellas son tamaños como novillos de Castilla. Hay casas de asiento,
que llaman buhíos, y tienen yerba, y esto es de unos árboles al tamaño de
manzanos, y no es menester más de coger la fruta y untar la flecha con ella; y
si no tiene fruta, quiebran una rama, y con la leche que tienen hacen lo mismo.
Hay muchos de estos árboles que son ponzoñosos, que si majan las hojas de él y
las lavan en alguna agua allegada, todos los venados y cualesquier otros
animales que de ella beben revientan luego. En este pueblo estuvimos tres días,
y a una jornada de allí estaba otro en el cual nos tomaron tantas aguas que
porque un río creció mucho, no lo pudimos pasar, y nos detuvimos allí quince
días. En este tiempo, Castillo vio al cuello de un indio una hebilleta de
talabarte de espada, y en ella cosido un clavo de herrar; tomósela y
preguntámosle qué cosa era aquélla, y dijéronnos que habían venido del cielo.
Preguntámosle más, que quién la había traído de allá, y respondieron que unos
hombres que traían barbas como nosotros, que habían venido del cielo y llegado
a aquel río, y que traían caballos y lanzas y espadas, y que habían alanceado
dos de ellos. Y lo más disimuladamente que pudimos les preguntamos qué se
habían hecho aquellos hombres, y respondiéronnos que se habían ido a la mar, y
que metieron sus lanzas por debajo del agua, y que ellos también se habían
también metido por debajo, y que después los vieron ir por cima hacia puesta de
Sol. Nosotros dimos muchas gracias a Dios nuestro Señor por aquello que oímos,
porque estábamos desconfiados de saber nuevas de cristianos; y por otra parte,
nos vimos en gran confusión y tristeza creyendo que aquella gente no sería sino
algunos que habían venido por la mar a descubrir; mas al fin, como tuvimos tan
cierta nueva de ellos, dímonos más prisa a nuestro camino, y siempre hallábamos
más nueva de cristianos, y nosotros les decíamos que los Íbamos a buscar para
decirles que no los matasen ni tomasen por esclavos, ni los sacasen de sus
tierras, ni les hiciesen otro mal ninguno, y de esto ellos se holgaban mucho.
Anduvimos mucha tierra, y toda hallamos despoblada, porque los moradores de
ella andaban huyendo por las sierras, sin osar tener casas ni labrar, por miedo
de los cristianos. Fue cosa de que tuvimos muy gran lástima, viendo la tierra
muy fértil, y muy hermosa y muy llena de aguas y de ríos, y ver los lugares
despoblados y quemados, y la gente tan flaca y enferma, huida y escondida toda.
Y como no sembraban, con tanta hambre, se mantenían con cortezas de árboles y
raíces. De esta hambre a nosotros alcanzaba parte en todo este camino, porque
mal nos podían ellos proveer estando tan desventurados, que parecía que se
querían morir. Trajéronnos mantas de las que habían escondido por los
cristianos, y diéronnoslas, y aun contáronnos cómo otras veces habían entrado
los cristianos por la tierra, y habían destruido y quemado los pueblos, y
llevado la mitad de los hombres y todas las mujeres y muchachos, y que los que
de sus manos se habían podido escapar andaban huyendo. Como los veíamos tan
atemorizados, sin osar parar en ninguna parte, y que ni querían ni podían
sembrar ni labrar la tierra, antes estaban determinados de dejarse morir, y que
esto tenían por mejor que esperar y ser tratados con tanta crueldad como hasta
allí, y mostraban grandísimo placer con nosotros, aunque temimos que, llegados
a los que tenían la frontera con los cristianos y guerra con ellos, nos habían
de maltratar y hacer que pagásemos lo que los cristianos contra ellos hacían.
Mas como Dios nuestro Señor fue servido de traernos hasta ellos, comenzáronnos
a temer y acatar como los pasados y aun algo más, de que no quedamos poco
maravillados, por donde claramente se ve que estas gentes todas, para ser
atraídas a ser cristianos y a obediencia de la imperial majestad, han de ser
llevados con buen tratamiento, y que éste es camino muy cierto, y otro no.
Estos nos llevaron a un pueblo que está en un cuchillo de una sierra, y se ha
de subir a él por grande aspereza; y aquí hallamos mucha gente que estaba
junta, recogidos por miedo de los cristianos. Recibiéronnos muy bien, y
diéronnos cuanto tenían, y diéronnos más de dos mil cargas de maíz, que dimos a
aquellos miserables y hambrientos que hasta allí nos habían traído. Y otro día
despachamos de allí cuatro mensajeros por la tierra como lo acostumbrábamos
hacer, para que llamasen y convocasen toda la más gente que pudiesen, a un
pueblo que está a tres jornadas de allí. Y hecho esto, otro día nos partimos
con toda la gente que allí estaba, y siempre hallábamos rastro y señales adonde
habían dormido cristianos, y a mediodía topamos nuestros mensajeros, que nos
dijeron que no habían hallado gente, que toda andaba por los montes, escondidos
huyendo, porque los cristianos no los matasen e hiciesen esclavos; y que la
noche pasada habían visto a los cristianos estando ellos detrás de unos árboles
mirando lo que hacían, y vieron cómo llevaban muchos indios en cadenas; y de
esto se alteraron los que con nosotros venían, y algunos de ellos se volvieron
para dar aviso por la tierra cómo venían cristianos, y mucho más hicieran esto
si nosotros no les dijéramos que no lo hiciesen ni tuviesen temor; y con esto
se aseguraron y holgaron mucho. Venían entonces con nosotros indios de cien
leguas de allí, y no podíamos acabar con ellos que se volviesen a sus casas; y
por asegurarlos dormimos aquella noche allí, y otro día caminamos y dormimos en
el camino. Y el siguiente día, los que habíamos enviado por mensajeros nos
guiaron adonde ellos habían visto los cristianos; y llegados a la hora de
vísperas, vimos claramente que habían dicho la verdad, y conocimos la gente que
era de a caballo por las estacas en que los caballos habían estado atados.
Desde aquí, que se llama el río Petután, hasta el río donde llegó Diego de
Guzmán, puede haber hasta él, desde donde supimos de cristianos, ochenta
leguas; y desde allí al pueblo donde nos tomaron las aguas, doce leguas; y
desde allí hasta la mar del Sur había doce leguas. Por toda esta tierra donde
alcanzan sierras vimos grandes muestras de oro y alcohol, hierro, cobre y otros
metales. Por donde están las casas de asiento es caliente; tanto, que por enero
hace gran calor. Desde allí hacia el mediodía de la tierra, que es despoblada
hasta la mar del Norte, es muy desastrosa y pobre, donde pasamos grande e
increíble hambre. Y los que por aquella tierra habitan y andan es gente
crudelísima y de muy mala inclinación y costumbres. Los indios que tienen casa
de asiento, y los de atrás, ningún caso hacen de oro y plata, ni hallan que
pueda haber provecho de ello. 47.

CAPÍTULO XXXIII

Cómo vimos rastro de cristianos

Después que vimos rastro claro de cristianos, y
entendimos que tan cerca estábamos de ellos, dimos muchas gracias a Dios
nuestro Señor por querernos sacar de tan triste y miserable cautiverio. El
placer de que esto sentimos júzguelo cada uno cuando pensare el tiempo que en
aquella tierra estuvimos y los peligros y trabajos por que pasamos. Aquella
noche yo rogué a uno de mis compañeros que fuese tras los cristianos, que iban
por donde nosotros dejábamos la tierra asegurada, y había tres días de camino.
A ellos se les hizo de mal esto, excusándose por el cansancio y trabajo; y
aunque cada uno de ellos lo pudiera hacer mejor que yo, por ser más recios y
más mozos; mas vista su voluntad, otro día por la mañana tomé conmigo al negro
y once indios, y por el rastro que hallaba siguiendo a los cristianos pasé por
tres lugares donde habían dormido; y este día anduve diez leguas, y otro día de
mañana alcancé cuatro cristianos de caballo, que recibieron gran alteración de
verme tan extrañamente vestido y en compañía de indios. Estuviéronme mirando
mucho espacio de tiempo, tan atónitos, que ni me hablaban ni acertaban a
preguntarme nada. Yo les dije que me llevasen a donde estaba su capitán; y así,
fuimos media legua de allí, donde estaba Diego de Alcaraz, que era el capitán;
y después de haberle hablado, me dijo que estaba muy perdido allí, porque había
muchos días que no había podido tomar indios, y que no había por donde ir,
porque entre ellos comenzaba a haber necesidad y hambre. Yo le dije cómo atrás
quedaban Dorantes y Castillo, que estaban diez leguas de allí, con muchas
gentes que nos habían traído; y él envió luego tres de caballos y cincuenta
indios de los que ellos traían; y el negro volvió con ellos para guiarlos, y yo
quedé allí, y pedí que me diesen por testimonio el año y el mes y día que
allí había llegado, y la manera en que venía, y así lo hicieron. De este río
hasta San Miguel, que es de gobernación de la provincia que dicen la Nueva
Galicia, hay treinta leguas. 48.

CAPÍTULO XXXIV

De cómo envié por los cristianos

Pasados cinco días, llegaron Andrés Dorantes y Alonso
del Castillo con los que habían ido por ellos, y traían consigo más de
seiscientas personas, que eran de aquel pueblo que los cristianos habían hecho
subir al monte, y andaban escondidos por la tierra, y los que hasta allí con
nosotros habían venido los habían sacado de los montes y entregado a los
cristianos, y ellos habían despedido todas las otras gentes que hasta allí
habían traído. Y venidos adonde yo estaba, Alcaraz me rogó que enviásemos a
llamar la gente de los pueblos que están a la vera del río, que andaban
escondidos por los montes de la tierra, y que les mandásemos que trajesen de
comer, aunque esto no era menester, porque ellos siempre tenían cuidado de
traernos todo lo que podían. Y enviamos luego nuestros mensajeros a que los
llamasen, y vinieron seiscientas personas, que nos trajeron todo el maíz que
alcanzaban, y traíanlo en unas ollas tapadas con barro en que lo habían
enterrado y escondido, y nos trajeron todo lo más que tenían; mas nosotros no
quisimos tomar de todo ello sino la comida, y dimos todo lo otro a los
cristianos para que entre sí la repartiesen. Y después de esto pasamos muchas y
grandes pendencias con ellos, porque nos querían hacer los indios que traíamos
esclavos, y con este enojo, al partir, dejamos muchos arcos turquescos que
traíamos, y muchos zurrones y flechas, y entre ellas las cinco de las
esmeraldas, que no se nos acordó de ellas; y así, las perdimos. Dimos a los
cristianos muchas mantas de vaca y otras cosas que traíamos; vímonos con los
indios en mucho trabajo porque se volviesen a sus casas y se asegurasen y
sembrasen su maíz. Ellos no querían sino ir con nosotros hasta dejarnos, como
acostumbraban, con otros indios; porque si se volviesen sin hacer esto, temían
que se morirían; que para ir con nosotros no temían a los cristianos ni a sus
lanzas. A los cristianos les pesaba de esto, y hacían que su lengua les dijese
que nosotros éramos de ellos mismos, y nos habíamos perdido mucho tiempo había,
y que éramos gente de poca suerte y valor, y que ellos eran los señores de
aquella tierra, a quien habían de obedecer y servir. Mas todo esto los indios
tenían en muy poco o nada de lo que les decían; antes, unos con otros entre sí
platicaban, diciendo que los cristianos mentían, porque nosotros veníamos de
donde salía el sol, y ellos donde se pone; y que nosotros sanábamos los
enfermos y ellos mataban los que estaban sanos; y que nosotros veníamos
desnudos y descalzos, y ellos vestidos y en caballos y con lanzas; y que
nosotros no teníamos codicia de ninguna cosa, antes todo cuanto nos daban
tornábamos luego a dar, y con nada nos quedábamos, y los otros no tenían otro
fin sino robar todo cuanto hallaban, y nunca daban nada a nadie. Y de esta
manera relataban todas nuestras cosas y las encarecían, por el contrario, de
los otros; y así les respondieron a la lengua de los cristianos, y lo mismo
hicieron saber a los otros por una lengua que entre ellos había, con quien nos
entendíamos, y aquellos que la usan llamamos propiamente primahaitu, que es
como decir vascongados, la cual, más de cuatrocientas leguas de las que
anduvimos, hallamos usadas entre ellos, sin haber otra por todas aquellas
tierras. Finalmente, nunca pudo acabar con los indios creer que éramos de los
otros cristianos, y con mucho trabajo e importunación les hicimos volver a sus
casas, y les mandamos que se asegurasen, y asentasen sus pueblos, y sembrasen y
labrasen la tierra, que, de estar despoblada, estaba ya muy llena de monte; la
cual sin duda es la mejor de cuantas en estas Indias hay, y más fértil y
abundosa de mantenimientos, y siembran tres veces en el año. Tienen muchas
frutas y muy hermosos ríos, y otras muchas aguas muy buenas. Hay muestras
grandes y señales de minas de oro y plata; la gente de ella es muy bien
acondicionada; sirven a los cristianos (los que son amigos) de muy buena
voluntad. Son muy dispuestos, mucho más que los de Méjico, y, finalmente, es
tierra que ninguna cosa le falta para ser muy buena. 49.

Despedidos los indios, nos dijeron que harían lo que
mandábamos, y asentarían sus pueblos si los cristianos los dejaban; y yo así
lo digo y afirmo por muy cierto, que si no lo hicieren será por culpa de los
cristianos.50.

Después que hubimos enviado a los indios en paz, y
regraciándoles el trabajo que con nosotros habían pasado, los cristianos nos
enviaron, debajo de cautela, a un Cebreros, alcalde, y con él otros dos, los
cuales nos llevaron por los montes y despoblados, por apartarnos de la
conversación de los indios, y porque no viésemos ni entendiésemos lo que de
hecho hicieron; donde parece cuánto se engañan los pensamientos de los hombres,
que nosotros andábamos a les buscar libertad, y cuando pensábamos que la
teníamos, sucedió tan al contrario, porque tenían acordado de ir a dar en los
indios que enviábamos asegurados y de paz. Y así como lo pensaron, lo hicieron;
lleváronnos por aquellos montes dos días, sin agua, perdidos y sin camino, y
todos pensamos perecer de sed, y de ella se nos ahogaron siete hombres, y
muchos amigos que los cristianos traían consigo no pudieron llegar hasta otro
día a mediodía adonde aquella noche hallamos nosotros el agua. Y caminamos con
ellos veinte y cinco leguas, poco más o menos, y al fin de ellas llegamos a un
pueblo de indios de paz, y el alcalde que nos llevaba nos dejó allí, y él pasó
adelante otras tres leguas a un pueblo que se llamaba Culiacán, adonde estaba
Melchor Díaz, alcalde mayor y capitán de aquella provincia. 51.

CAPÍTULO XXXV

De cómo el alcalde mayor nos recibió bien la
noche que llegamos

Como el alcalde mayor fue avisado de nuestra salida y
venida, luego aquella noche partió, y vino adonde nosotros estábamos, y lloró
mucho con nosotros, dando loores a Dios nuestro Señor por haber usado de tanta
misericordia con nosotros; y nos habló y trató muy bien; y de parte del
gobernador Nuño de Guzmán y suya nos ofreció todo lo que tenía y podía, y
mostró mucho sentimiento de la mala acogida y tratamiento que en Alcaraz y los
otros habíamos hallado, y tuvimos por cierto que si él se hallara allí, se
excusara lo que con nosotros y con los indios se hizo. Y pasada aquella noche,
otro día nos partimos, y el alcalde mayor nos rogó mucho que nos detuviésemos
allí, y que en esto haríamos muy gran servicio a Dios y a Vuestra Majestad,
porque la tierra estaba despoblada, sin labrarse, y toda muy destruida, y los
indios andaban escondidos y huidos por los montes, sin querer venir a hacer
asiento en sus pueblos, y que los enviásemos a llamar, y les mandásemos de
parte de Dios y de Vuestra Majestad que viniesen y poblasen en lo llano, y
labrasen la tierra. A nosotros nos pareció esto muy dificultoso de poner en
efecto, porque no traíamos indio ninguno de los nuestros ni de los que nos
solían acompañar y entender en estas cosas. En fin, aventuramos a esto dos
indios de los que traían allí cautivos, que eran de los mismos de la tierra, y
éstos se habían hallado con los cristianos cuando primero llegamos a ellos, y
vieron la gente que nos acompañaba, y supieron de ellos la mucha autoridad y
dominio que por todas aquellas tierras habíamos traído y tenido, y las
maravillas que habíamos hecho, y los enfermos que habíamos curado, y otras
muchas cosas. Y con estos indios mandamos a otros del pueblo, que juntamente
fuesen y llamasen los indios que estaban por las sierras alzados, y los del río
de Petaan, donde habíamos hallado a los cristianos, y que les dijesen que
viniesen a nosotros, porque les queríamos hablar. Y para que fuesen seguros, y
los otros viniesen, les dimos un calabazo de los que nosotros traíamos en las
manos (que era nuestra principal insignia y muestra de gran estado), y con éste
ellos fueron y anduvieron por allí siete días, y al fin de ellos vinieron, y
trajeron consigo tres señores de los que estaban alzados por las sierras, que
traían quince hombres, y nos trajeron cuentas y turquesas y plumas, y los
mensajeros nos dijeron que no habían llamado a los naturales del río donde
habíamos salido, porque los cristianos los habían hecho otra vez huir a los
montes. Y el Melchor Díaz dijo a la lengua que de nuestra parte les hablase a
aquellos indios, y les dijese como venía de parte de Dios, que está en el
cielo, y que habíamos andado por el mundo muchos años, diciendo a toda la gente
que habíamos hallado que creyesen en Dios y lo sirviesen, porque era Señor de
todas cuantas cosas había en el mundo, y que él daba galardón y pagaba a los
buenos, y pena perpetua de fuego a los malos; y que cuando los buenos morían,
los llevaba al cielo, donde nunca nadie moría, ni tenían hambre, ni frío, ni
sed, ni otra necesidad ninguna, sino la mayor gloria que se podría pensar; y
que los que no le querían creer ni obedecer sus mandamientos, los echaba debajo
de la tierra en compañía de los demonios y en gran fuego, el cual nunca se
había de acabar, sino atormentarlos para siempre; y que allende de esto, si
ellos quisiesen ser cristianos y servir a Dios de la manera que les mandásemos,
que los cristianos tendrían por hermanos y los tratarían muy bien, y nosotros
les mandaríamos que no les hiciesen ningún enojo ni los sacasen de sus tierras,
sino que fuesen grandes amigos suyos; mas que si esto no quisiesen hacer, los
cristianos los tratarían muy mal, y se los llevarían por esclavos a otras
tierras. A esto respondieron a la lengua que ellos serían muy buenos
cristianos, y servirían a Dios; y preguntados en qué adoraban y sacrificaban, y
a quién pedían el agua para sus maizales y la salud para ellos, respondieron
que a un hombre que estaba en el cielo. Preguntámosles cómo se llamaba y
dijeron que Aguar, y que creían que él había criado todo el mundo y las cosas
de él. Tornámosles a preguntar cómo sabían esto, y respondieron que sus padres
y abuelos se lo habían dicho, que de muchos tiempos tenían noticia de esto, y
sabían que el agua y todas las buenas cosas las enviaba Aquél. Nosotros les
dijimos que Aquél que ellos decían, nosotros lo llamábamos Dios, y que así lo
llamasen ellos, y lo sirviesen y adorasen como mandábamos, y ellos se hallarían
muy bien de ello. Respondieron que todo lo tenían muy bien entendido, y que así
lo harían. Y mandámosles que bajasen de las sierras, y viniesen seguros y en
paz, y poblasen toda la tierra, e hiciesen sus casas, y que entre ellas
hiciesen una para Dios, y pusiesen a la entrada una cruz como la que allí
teníamos, y que cuando viniesen allí los cristianos, los saliesen a recibir con
las cruces en las manos, sin los arcos y sin las armas, y los llevasen a sus
casas, y les diesen de comer de lo que tenían, y por esta manera no les harían
mal, antes serían sus amigos. Y ellos dijeron que así lo harían como nosotros
lo mandábamos; y el capitán les dio mantas y los trató muy bien; y así se
volvieron, llevando los dos que estaban cautivos y habían ido por mensajeros.
Esto pasó en presencia del escribano que allí tenían y otros muchos testigos.
52.

CAPÍTULO XXXVI

De cómo hicimos hacer iglesias en aquella tierra

Como los indios se volvieron, todos los de aquella
provincia, que eran amigos de los cristianos, como tuvieron noticia de
nosotros, nos vinieron a ver, y nos trajeron cuentas y plumas, y nosotros les
mandamos que hiciesen iglesias, y pusiesen cruces en ellas, porque hasta
entonces no las habían hecho; e hicimos traer los hijos de los principales
señores y bautizarlos; y luego el capitán hizo pleito homenaje a Dios de no
hacer ni consentir hacer entrada ninguna, ni tomar esclavo por la tierra y
gente que nosotros habíamos asegurado, y que esto guardaría y cumpliría hasta
que Su Majestad y el gobernador Nuño de Guzmán, o el virrey en su nombre,
proveyesen en lo que más fuese servido de Dios y de Su Majestad. Y después de
bautizados los niños, nos partimos para la villa de San Miguel, donde, como
fuimos llegados, vinieron indios, que nos dijeron cómo mucha gente bajaba de
las sierras y poblaban en lo llano, y hacían iglesias y cruces y todo lo que
les habíamos mandado; y cada día teníamos nuevas de cómo esto se iba haciendo y
cumpliendo más enteramente. Y pasados quince días que allí habíamos estado,
llegó Alcaraz con los cristianos que habían ido en aquella entrada, y contaron
al capitán cómo eran bajados de las sierras los indios, y habían poblado en lo
llano, y habían hallado pueblos con mucha gente, que de primero estaban
despoblados y desiertos, y que los indios les salieron a recibir con cruces en
las manos, y los llevaron a sus casas, y les dieron de lo que tenían, y
durmieron con ellos allí aquella noche. Espantados de tal novedad, y de que los
indios les dijeron cómo estaban ya asegurados, mandó que no les hiciesen mal, y
así se despidieron. Dios nuestro Señor por su infinita misericordia, quiera que
en los días de Vuestra Majestad y debajo de vuestro poder y señorío, estas
gentes vengan a ser verdaderamente y con entera voluntad sujetas al verdadero
Señor que las crió y redimió. Lo cual tenemos por cierto que sí será, y que
Vuestra Majestad ha de ser el que lo ha de poner en efecto (que no será difícil
de hacer); porque dos mil leguas que anduvimos por tierra y por la mar en las
barcas, y otros diez meses que después de salidos de cautivos, sin parar,
anduvimos por la tierra, no hallamos sacrificios ni idolatría. En este tiempo
travesamos de una mar a otra, y por la noticia que con mucha diligencia
alcanzamos a entender, de una costa a la otra, por lo más ancho, puede haber
doscientas leguas y alcanzamos a entender que en la costa del sur hay perlas y
muchas riquezas, y que todo lo mejor y más rico está cerca de ella. En la villa
de San Miguel estuvimos hasta quince días del mes de mayo; la causa de
detenernos allí tanto fue porque de allí hasta la ciudad de Compostela, donde
el gobernador Nuño de Guzmán residía, hay cien leguas y todas son despobladas y
de enemigos, y hubieron de ir con nosotros gente, con que iban veinte de
caballo, que nos acompañaron hasta cuarenta leguas; y de allí adelante vinieron
con nosotros seis cristianos, que traían quinientos indios hechos esclavos. Y
llegados en Compostela, el gobernador nos recibió muy bien, y de lo que tenía
nos dio de vestir; lo cual yo por muchos días no pude traer, ni podíamos dormir
sino en el suelo; y pasados diez o doce días partimos para Méjico, y por todo
el camino fuimos bien tratados de los cristianos, y muchos nos salían a ver por
los caminos y daban gracias a Dios de habernos librado de tantos peligros.
Llegamos a Méjico domingo, un día antes de la víspera de Santiago, donde del
virrey y del marqués del Valle fuimos muy bien tratados y con mucho placer
recibidos, y nos dieron de vestir y ofrecieron todo lo que tenían, y el día de
Santiago hubo fiesta y juego de cañas y toros. 53.

CAPÍTULO XXXVII

De lo que aconteció cuando me quise venir

Después que descansamos en Méjico dos meses, yo me quise
venir en estos reinos, y yendo a embarcar en el mes de octubre, vino una
tormenta que dio con el navío al través y se perdió. Y visto esto, acordé de
dejar pasar el invierno, porque en aquellas partes es muy recio tiempo para
navegar en él; y después de pasado el invierno, por cuaresma, nos partimos de
Méjico Andrés Dorantes y yo para la Veracruz, para nos embarcar, y allí
estuvimos esperando tiempo hasta domingo de Ramos, que nos embarcamos, y
estuvimos embarcados más de quince días por falta de tiempo, y el navío en que
estábamos hacía mucha agua. Yo me salí dél y me pasé a otros de los que estaban
para venir, y Dorantes se quedó en aquél. Y a diez días del mes de abril
partimos del puerto tres navíos, y navegamos juntos ciento cincuenta leguas, y
por el camino los dos navíos hacían mucha agua, y una noche nos perdimos de su
conserva, porque los pilotos y maestros, según después pareció, no osaron pasar
adelante con sus navíos y volvieron otra vez al puerto donde habían partido,
sin darnos cuenta de ello ni saber más de ellos, y nosotros seguimos nuestro
viaje, y a cuatro días de mayo llegamos al puerto de La Habana, que es en la
isla de Cuba, adonde estuvimos esperando los otros dos navíos, creyendo que
venían, hasta dos días de junio, que partimos de allí con mucho temor de topar
con franceses, que había pocos días que habían tomado allí tres navíos
nuestros. Y llegados sobre la isla de la Bermuda, nos tomó una tormenta, que
suele tomar a todos los que por allí pasan, la cual es conforme a la gente que
en ella anda, y toda una noche nos tuvimos por perdidos, y plugo a Dios que,
venida la mañana, cesó la tormenta y seguimos nuestro camino. A cabo de veinte
y nueve días que partimos de La Habana habíamos andado mil y cien leguas que
dicen que hay de allí hasta el pueblo de Azores. Y pasando otro día por la isla
que dicen del Cuervo, dimos con un navío de franceses a hora de mediodía; nos
omenzó a seguir con una carabela que traía tomada de portugueses y nos dieron
caza, y aquella tarde vimos otras nueve velas, y estaban tan lejos, que no
pudimos conocer si eran portuguesas o de aquellos mismos que nos seguían, y
cuando anocheció estaba el francés a tiro de lombarda de nuestro navío; y desde
que fue obscuro, hurtamos la derrota por desviarnos de él; y como iba tan junto
de nosotros, nos vio y tiró la vía de nosotros, y esto hicimos tres o cuatro
veces; y él nos pudiera tomar si quisiera, sino que lo dejaba para mañana.
Plugo a Dios que cuando amaneció nos hallamos el francés y nosotros juntos, y
cercados de las nueve velas que he dicho que a la tarde antes habíamos visto,
las cuales conocíamos ser de la armada de Portugal, y di gracias a nuestro
Señor por haberme escapado de los trabajos de la tierra y peligros de la mar. Y
el francés como conoció ser el armada de Portugal, soltó la carabela que traía
tomada, que venía cargada de negros, la cual traía consigo para que creyésemos
que eran portugueses y la esperásemos; y cuando la soltó dijo al maestre piloto
de ella que nosotros éramos franceses y de su conserva; y como dijo esto, metió
sesenta remos en su navío; y así, a remo y a vela, se comenzó a ir, y andaba
tanto, que no se puede creer. Y la carabela que soltó se fue al galeón, y dijo
al capitán que el nuestro navío y el otro eran de franceses; y como nuestro
navío arribó al galeón, y como toda la armada veía que íbamos sobre ellos
teniendo por cierto que éramos franceses, se pusieron a punto de guerra y
vinieron sobre nosotros, y llegados cerca, les salvamos. Conocido que éramos
amigos; se hallaron burlados, por habérseles escapado aquel corsario con haber
dicho que éramos franceses y de su compañía. Y así fueron cuatro carabelas tras
él; y llegado a nosotros el galeón, después de haberles saludado, nos preguntó
el capitán, Diego de Silveira, que de dónde veníamos y qué mercadería traíamos;
y le respondimos que veníamos de la Nueva España, y que traíamos plata y oro. Y
preguntónos qué tanto sería; el maestro le dijo que traería trescientos mil
castellanos. Respondió el capitán: «Boa fe que venis muito ricos, pero trazedes
muy ruin navio y muito ruin artilleria, ¡o fi de puta! can a renegado francés,
y que bou bocado perdio, vota Deus. Ora sus pos vos abedes escapado, seguime e
non vos apartedes de mi, que con ayuda de Deus, en voz porné en Castela». Y
dende a poco volvieron las carabelas que habían seguido tras el francés, porque
les pareció que andaba mucho, y por no dejar el armada, que iba en guarda de
tres naos que venían cargadas de especiería. Y así llegamos a la isla Tercera,
donde estuvimos reposando quince días, tomando refresco y esperando otra nao
que venía cargada de la India, que era la conserva de las tres naos que traía
el armada. Y pasados los quince días, nos partimos de allí con el armada, y
llegamos al puerto de Lisbona a 9 de agosto, víspera del señor San Laurencio,
año de 1537 años. Y porque es así la verdad, como arriba en esta relación digo,
lo firmé de mi nombre, Cabeza de Vaca.–Estaba firmada de su nombre, y con el
escudo de sus armas, la Relación donde éste se sacó. 54.

CAPÍTULO XXXVIII

De lo que sucedió a los demás que entraron en las
Indias

Pues he hecho relación de todo susodicho en el viaje, y
entrada y salida de la tierra, hasta volver a estos reinos, quiero asimismo
hacer memoria y relación de lo que hicieron los navíos y la gente que en ellos
quedó, de lo cual no he hecho memoria en lo dicho atrás, porque nunca tuvimos
noticia de ellos hasta después de salidos, que hallamos mucha gente de ellos en
la Nueva España, y otros acá en Castilla, de quien supimos el suceso y todo el
fin de ello de qué manera pasó, después que dejamos los tres navíos porque el
otro era ya perdido en la costa brava, los cuales quedaban a mucho peligro, y
quedaban en ellos hasta cien personas con pocos mantenimientos, entre los
cuales quedaban diez mujeres casadas, y una de ellas había dicho al gobernador
muchas cosas que le acaecieron en el viaje, antes que le sucediesen; y ésta le
dijo, cuando entraba por la tierra, que no entrase, porque ella creía que él ni
ninguno de los que con él iban no saldrían de la tierra; y que si alguno
saliese, que haría Dios por él grandes milagros; pero creía que fuesen pocos
los que escapasen o no ningunos; y el gobernador entonces le respondió que él y
todos los que con él entraban iban a pelear y conquistar muchas y muy extrañas
gentes y tierras, y que tenía por muy cierto que conquistándolas habían de
morir muchos; pero aquéllos que quedasen serían de buena ventura y quedarían
muy ricos, por la noticia que él tenía de la riqueza que en aquélla había. Y
díjole más, que le rogaba que ella le dijese las cosas que había dicho pasadas
y presentes, ¿quién se las había dicho? Ella respondió, y dijo que en Castilla
una mora de Hornachos se lo había dicho, lo cual antes que partiésemos de
Castilla nos lo había a nosotros dicho, y nos había sucedido todo el viaje de
la misma manera que ella nos había dicho. Y después de haber dejado el
gobernador por su teniente y capitán de todos los navíos y gente que allí
dejaba a Carvallo, natural de Cuenca, de Huete, nosotros nos partimos de ellos,
dejándoles el gobernador andado que luego en todas maneras se recogiesen todos
los navíos y siguiesen su viaje derecho la vía del Pánuco, y yendo siempre
costeando la costa y buscando lo mejor que ellos pudiesen el puerto, para que
en hallándolo parasen en él y nos esperasen. En aquel tiempo que ellos se
recogían en los navíos, dicen que aquellas personas que allí estaban vieron y
oyeron todos muy claramente cómo aquella mujer dijo a las otras que, pues sus
maridos entraban por la tierra adentro y ponían sus personas en tan gran
peligro, no hiciesen en ninguna manera cuenta de ellos; y que luego mirasen con
quién se habían de casar, porque ella así lo había de hacer, y así lo hizo; que
ella y las demás se casaron y amancebaron con los que quedaron en los navíos; y
después de partidos de allí los navíos, hicieron vela y siguieron su viaje, y
no hallaron el puerto adelante y volvieron atrás. Y cinco leguas más abajo de
donde habíamos desembarcado hallaron el puerto, que entraba siete u ocho leguas
la tierra adentro, y era el mismo que nosotros habíamos descubierto, adonde
hallamos las cajas de Castilla que atrás se ha dicho, a donde estaban los
cuerpos de los hombres muertos, los cuales eran cristianos. Y en este puerto y
esta costa anduvieron los tres navíos y el otro que vino de La Habana y el
bergantín buscándonos cerca de un año; y como no nos hallaron, fuéronse a la
Nueva España. Este puerto que decimos es el mejor del mundo, y entra en la
tierra adentro siete u ocho leguas, y tiene seis brazas a la entrada y cerca de
tierra tiene cinco, y es lama el suelo de él, y no hay mar dentro ni tormenta
brava, que como los navíos que cabrán en él son muchos, tiene muy gran cantidad
de pescado. Está cien leguas de La Habana, que es pueblo de cristianos en Cuba,
y está a norte sur con este pueblo, y aquí reinan las brisas siempre, y van y
vienen de una parte a otra en cuatro días, porque los navíos van y vienen a
cuartel. 55.

Y pues he dado relación de los navíos, será bien que diga
quién son y de qué lugar de estos reinos, los que nuestro Señor fue servido de
escapar de estos trabajos. El primero es Alonso del Castillo Maldonado, natural
de Salamanca, hijo del doctor Castillo y de doña Aldonza Maldonado. El segundo
es Andrés Dorantes, hijo de Pablo Dorantes, natural de Béjar y vecino de
Gibraleón. El tercero es Álvar Núñez Cabeza de Vaca, hijo de Francisco de Vera
y nieto de Pedro de Vera, el que ganó a Canaria, y su madre se llamaba doña
Teresa Cabeza de Vaca, natural de Jerez de la Frontera. El cuarto se llama
Estebanico; es negro alárabe, natural de Azamor.56.

57.

DEO GRACIAS

Full Colophon Information

Genre: Prose
Subjects: Discovery and exploration of America, Native Americans
Period: 1500-1550
Location: Spanish borderlands in North America
Format: Account/Relation

The text of this document was initially included in La relación y comentarios del gouernador Álvar núñez cabeca de vaca de los acaescido en las dos jornadas que hizo a las Indias, published in Valladolid in 1555. An earlier version had been published in Zamora in 1542.

The text of the present edition was prepared from and proofed against Naufragios y Comentarios(Madrid: Calpe, 1922). All preliminaries and notes have been omitted except those for which the author is responsible. All editorial notes have been omitted except those that indicate significant textual variations. Line and paragraph numbers contained in the source text have been retained. In cases where the source text displays no numbers, numbers are automatically generated. In the header, personal names have been regularized according to the Library of Congress authority files as "Last Name, First Name" for the REG attribute and "First Name Last Name" for the element value. Names have not been regularized in the body of the text.